La imagen muestra un cuerpo de menuda contextura, los botines en su mano derecha y el pantalón corto con la 10, número que distingue a los grandes; también, la casaca albirroja a bastones de un club del Ascenso.
De fondo luce el perfume del césped, que decora una mirada cuya luz terminó por apagarse en la tarde del último 18 de noviembre, tras horas de haber agonizado por una bala que le disparó un oficial e inmediatamente le produjo muerte cerebral seguida de un deceso absoluto.
Como tantos otros jóvenes, Lucas soñaba a sus 17 años con crecer a partir del fútbol, un deporte cuya popularidad lo convierte en policlasista para las masas y una oportunidad de ascenso social para los sectores postergados.
Había salido de entrenar; y entrada la noche, ingresó junto a dos amigos a un kiosco cerca de la Villa 21-24 del conurbano bonaerense para pedir unos jugos.
Un patrullero que pasaba por allí apeló a la portación de rostro e imaginó que los adolescentes estaban efectuando un asalto. Los oficiales desenfundaron las armas y apuntaron. Los menores se asustaron y mientras escapaban hubo uno que no pudo seguir.
A Lucas lo mataron por las dudas, abusando de un poder que estigmatiza a los grupos más humildes y los identifica con la delincuencia.
Llamó la atención que ningún referente del fútbol ni el gremio de jugadores profesionales saliera a reclamar por el juvenil del club Barracas Central; en definitiva, uno de los suyos.
Estas escenas de gatillo fácil, que lamentablemente se repiten una y otra vez desde hace décadas, tienen un mismo patrón: las autoridades policiales que persiguen, matan y luego se desentienden de los hechos, obstruyendo las investigaciones y contaminando pruebas.
¿Qué fallan: las leyes, los jueces, el Estado en su máxima expresión?
La tragedia, de algún modo, permite poner en suspenso el creciente discurso de la mano dura como solución más efectiva a los episodios de violencia.
Ninguna sociedad puede mejorar si sobrevuelan balas sin criterio que pueden impactar en cualquier persona y terminar con vidas inocentes, destruyendo al mismo tiempo a familias completas.
Si hay ausencias que duelen, ésas son las partidas perpetuas.