Antes de ser Maradona, Diego fue uno de los tantos pibes que vivían en el hoy conurbano de la provincia de Buenos Aires.
Su familia había dejado Corrientes para instalarse en el barrio de Villa Fiorito, partido de Lomas de Zamora, cercano a la localidad de Lanús.
Fue el quinto hijo del matrimonio laburante compuesto por Chitoro y Doña Tota, primer varón después de cuatro mujeres.
Cuentan que tuvo una infancia plena a pesar de las carencias; y que su adolescencia se vio interrumpida repentinamente por los flashes de la fama.
Sostén económico de una familia humilde, cargó sobre sus hombros esa realidad que también atraviesa a muchos, llena de urgencias y responsabilidades.
A veces, no había para comer.
Y en ocasiones, varios derechos más se veían vulnerados.
La construcción del mito (a partir de la romantización o estigmatización de la pobreza) es exagerada pero permite explicar la naturaleza del protagonista, tan polémico como controversial, dueño de una vigencia que marca el pulso de las pasiones argentinas.
Brilló en el juego más popular de todos.
Cosechó adhesiones y rechazos.
Cayó y se levantó.
Acertó y cometió serios errores (aún hoy, la vida le sigue pasando factura a sus desvíos).
Resiste al tiempo y sus pesares.
Llegar a los 60 años de edad tiene algo de milagroso.
El hombre que camina y habla con dificultad alguna vez fue niño y hoy no escapa a los defectos y miserias que tiene cualquier persona que comparta orígenes afines.
Logró que muchos compatriotas sean esclavos emocionales de sus gestas.
Pero nunca, nunca, nunca, habrá vivido una etapa más feliz y pura como la que antecedió a su fama.
Allí, en ese contexto, es posible comprender y no juzgar.