Hubo un tiempo en que la sociedad occidental decidió organizarse en instituciones. Hablamos de la modernidad conjuntamente con sus ideales de orden y progreso, ambos dos legitimados. Y ya que estamos, la trilogía libertad-igualdad-fraternidad, clave en la constitución declarativa de los derechos humanos (para ser un poco más derechos, para ser un poco más humanos).
Entonces surgieron las cárceles, que dividieron las condiciones de vida en dos mundos paralelos: uno que sucede tras las rejas y otro muy distinto que acontece fuera de las mismas.
Entre ellos, la Ley.
Que determina e impone condiciones.
Que intenta regular conductas sin siempre lograrlo.
Que presenta una razón de ser como si fuera indiscutible (¿la pena educa?).
Quien ose apartarse de la norma, lleva consigo el precio del castigo: el encierro, la oscuridad de la caverna, el subterráneo deseo convertido en pesadilla.
Los reclusos allí aguardan.
Sometidos a la (¿remota?) posibilidad de reinserción que sueñan con obstinada devoción hasta no ya no saber qué era aquéllo que tanto moviliza; mientras tanto, lloran y ríen, intentando sobrellevar un día a día en el tachado de un cúmulo de instantes sobre una pared que deviene gigantesco muro con lejanos horizontes.
Los guardias miran y se involucran cuando creen necesario.
Sino, tierra de nadie.
Algunos traspasarán las fronteras de lo previsible y entenderán que las segundas oportunidades son posibles.
Cumplirán la Ley.
Volverán a ese mundo exterior que tanto han extrañado.
Lo harán llenos de nada.
Sin ropa.
Sin comida.
Sin certezas.
Sin dinero.
Sin trabajo.
Convencidos de sus propias fuerzas para que sean vencedoras de un Estado ausente.
Y allí están: tratando de escribir una historia que otros se han encargado de borrar.