La pregunta por Dios

[Escribí este texto hace unos años; lo debo haber revisado en su momento y ya no más. Luego, lo dejé ser. Hay que respetar las ideas según las concepciones que cada uno tiene en su momento. Después, habrá tiempo para corregir. Pero si uno no soltara jamás sus propios artículos, entonces jamás publicaría. Hoy presento estas ideas que quizás sigan vigentes en mí].

No hay persona que no se lo haya preguntado alguna vez en la vida. Es natural que así sea porque formamos parte de un misterio. Preguntarse por la existencia o no de Dios es preguntarse por el hecho de estar vivos e indagar en nuestros orígenes.

Cuando uno sabe de dónde viene puede saber hacia dónde va. La identidad se determinando o definiendo al reconocer cuál es nuestra causa, que tal vez sea también nuestro fundamento. Por eso es tan importante saber quiénes son nuestros padres, dado que al tener conocimiento de ello el hombre puede constituirse como persona y también autoconocerse.

Sabemos desde la Antigüedad que el hombre es un animal racional. Posee razón. Posee entendimiento. Al organizar su estructura mental es capaz de desarrollarse como especie.

El hombre es un ser dotado de creencias. Tiene intelecto pero también tiene imaginación, en el sentido de representarse imágenes mentales que le permitan situarse en el mundo y comprender cuál es su misión. Quizás haya también, en este sentido, un instinto de supervivencia que se mantenga de pie en alguna búsqueda para poder dar cuenta de quién es. El interrogante nunca debe ser menospreciado ni considerado menor: se trata, ni más ni menos, de buscarle sentido a la vida.

En la Antigüedad el hombre se creaba muchos dioses. La mitología griega y romana nos hablan acerca de ellos. Dioses diferentes al cristiano, es decir, llenos de defectos y carencias, en algún punto muy humanos. Los fenómenos meteorológicos y otras alteraciones en la naturaleza podían ser respondidos desde cierta intervención de aquellos seres en la vida humana de personas que no estaban solas en el mundo.

La antropología se esmera en afirmar que el conjunto de creencias que cada pueblo se hace de sí mismo es una construcción cultural. ¿Por qué habría que creer? ¿Dónde está dicho que lo sobrenatural forme parte de este mundo?, forman parte de su repertorio de preguntas. Los mitos, incluso, en cada sociedad también representan fenómenos surgidos por diversos sectores que dan curso a una idea para ensayar algunas respuestas y, así, lograr un equilibrio mental y espiritual a la hora de seguir habitando en esta vida.

Vistas desde la actualidad, alguien podría pensar que aquellas creencias de los griegos provenían desde cierta ignorancia e ingenuidad. De todas maneras, no debe reducírselas a un delirio de gente equivocada. Nunca hay que olvidar que aquellas culturas milenarias iban descubriendo el mundo en una etapa primitiva de la razón, cuando ésta todavía no estaba desarrollada ni consolidada como en otros tiempos.

No siempre hubo ciencia. El paradigma que le da crédito al saber certero e indubitable es de algunos siglos a esta parte. Y en esa exactitud no entran las creencias, que quedan marginadas del saber legitimado.

El mito es una creencia que forma parte del espíritu de un pueblo a los fines de darle sentido a los sucesos que acontecen en el marco de una determinada cultura. El logos, por su parte, representa una primera aproximación a la razón.

El pasaje del mito al logos, en las sociedades de la Antigüedad, representó el desarrollo de la razón como instancia para conocer y entender lo que sucedía en las culturas de aquellos tiempos. De hecho, ese logos que va consolidándose cada vez más va a ser el que dará origen a la disciplina filosófica, vigente hasta la actualidad como ejercicio universal del acto de pensar.

Siglos después a este momento de la humanidad en que la razón va cobrando primacía, sucede el acontecimiento histórico del cristianismo, que divide al tiempo en dos: en antes y en después de Cristo. El cristianismo, además de ser una religión –conjunto de creencias sistematizado- también es una filosofía, es decir, un cuerpo organizado de conocimientos que tiene, al menos, un objeto de análisis.

El cristianismo, en la diversidad de sus manifestaciones, guía la forma de ser del sentir y proceder occidentales. Eso es innegable, yendo más allá de que tenga mayores o menores adeptos y fieles a su causa.

En relación a las creencias de los pueblos originarios, que centraban su atención en el politeísmo, la religión cristiana se presenta como monoteísta, de un solo Dios que se anuncia como el mesías o salvador para el conjunto de la humanidad.

¿De qué viene a salvar o a redimir ese Dios que está anunciado por las profecías? De lo que se conoce como pecado original, es decir, como la falta que comete el hombre en contra de un orden sagrado y que pretende ser el mejor de todos para alcanzar la promesa de acceder al Paraíso, entendido éste como un estado de eterna presencia y unión con el Padre.

El hombre, por naturaleza, es pecador. Está en falta ante lo que debe hacerse. Se aparta de la norma universal que está anunciada, según los relatos sagrados, por los mandamientos. La manera en que podrá reconciliarse con el Padre es a través de la oración y del perdón, motivos que lo harán acceder al Reino de los Cielos una vez que haya culminado su existencia en esta vida.

Vale aclarar, entonces, que el cristianismo concibe una vida eterna bifurcada en dos caminos según cómo haya sido la conducta humana en esta vida: presencia de Dios o ausencia de él; o, en otras palabras, Paraíso o Infierno, respectivamente.

En líneas generales, el mensaje que anuncia el cristianismo se basa en los principios del amor, la igualdad y la espiritualidad, entre otros. Los valores que propone son contrarios a lo que fundamenta el egoísmo y el afán de riqueza por parte del hombre.

Se sabe que Jesús ha existido. Algunos lo legitiman como el mesías anunciado por las escrituras y otros lo consideran un impostor. En aquel tiempo, cuando irrumpe en el contexto histórico de un Israel sediento de riquezas y termina desilusionando y decepcionando a toda una comunidad que esperaba otro redentor y no uno que prometía un Reino que no era de este mundo.

La polémica no tardó en estallar. Ni en aquel tiempo, ni luego, ni ahora. Así como el hombre es por naturaleza pecador, egoísta y otros epítetos afines más, también es dudoso y desconfiado, sobre todo cuando ve amenazada lo que considera su libertad.

El mensaje del cristianismo supone –y no impone- una exigencia: ser fiel a Dios, considerado el camino, la verdad y la vida. En términos jurídicos, se erige como una ley compuesta de pautas y de normas, y que tendrá un Juicio Final, profetizado como el regreso de Dios a la Tierra para anunciar quién accederá a su Reino y quién no. De todas maneras, a los fines de salvaguardar la libertad individual, el cristianismo no habla de obligaciones, sino que presenta como una invitación el hecho de seguir los mandamientos del Padre. Como se sabe, las invitaciones se pueden aceptar o rechazar.

El nacimiento y la muerte de Jesús, conjuntamente con el relato de su resurrección, marcan el tiempo. Nuestra era se mide a partir de esos acontecimientos. De manera que festividades como la Navidad o las Pascuas nos recuerdan cuál es nuestra herencia cultural.

Indudablemente, la irrupción del cristianismo quedó registrada en los textos. La Biblia, presentada como el Libro del Pueblo de Dios, congrega el relato de la Salvación a partir de variadas anécdotas y testimonios. Para darle credibilidad a su esencia, se dice que los profetas que escribieron los textos lo hicieron a la luz de la inspiración divina, lo cual, también, le daría fundamento a una de las perfecciones con las que cuenta el Creador, y que es su omnisciencia y omnipresencia.

El cristianismo no solamente representó un acontecimiento espiritual. Generó también una revolución política y una disputa de poder. Puso en jaque a las clases altas y redimió a los pobres y oprimidos. Haciendo pie en esos fundamentos, el curso de la historia siguió su rumbo y en nombre del cristianismo fue que se desarrollaron las demás sociedades hasta convertirse, muchos siglos después, en naciones independientes, con las disputas a todo nivel que esto último implicó.

Cayeron muchos imperios pero no cayó el cristianismo. Es más, gran parte de la historia universal, algo así como diez siglos, estuvo destinada a consagrarla como la hegemónica tendencia desde la cual se le dio sentido a una manera de concebir el orden de las sociedades. Ello ocurrió, precisamente, en el período histórico conocido como Edad Media.

Así como actualmente la mirada está posada sobre el capitalismo, siendo considerado como algo mucho más que un simple sistema económico, capaz de alcanzar también muchas esferas de la vida política y social, la Edad Media estructuró el mundo desde un orden jerárquico inspirado en la relación de autoridad que implicaba el sólo hecho de concebir a un ser Creador como fundamento de todo lo que existe.

Los Padres de la Iglesia, no obstante, fueron humanos y cometieron atrocidades. En nombre de Dios se mató, se castigó, se humilló y tantas otras realidades más contrarias al espíritu del mensaje cristiano.

Recién hacia el Siglo XIII surgieron algunos clérigos y pensadores como Santo Tomás o San Anselmo –sin olvidar la aparición con mucha anterioridad de San Agustín de Hipona- que buscaron la manera de darle un fundamento coherente a la doctrina, utilizando a la razón como medio para comprender en qué consistía el misterio de la divinidad y apartándose de toda pretensión intolerante para quienes no estuviera de acuerdo con los preceptos oficiales. Vale destacar la intervención de estas personas, que destinaron sus esfuerzos intelectuales y espirituales en hallar maneras humanas de entender el anuncio de lo que nunca estuvo al alcance de cualquiera, privilegiando la razón –por más contradictorio que parezca en este caso- antes que la violencia física y psicológica a la hora de difundir sus ideas y creencias.

La relación de poder que impuso –y no supuso- el medioevo encontró un punto cúlmine que fue generando variados y diversos focos de resistencia. La razón fue ganando terreno y hacia el Siglo XV comienza otro tiempo que, más adelante, va a encontrar el principal respaldo: luego de unos siglos de transición, el yo de Descartes va a poner el acento en el ser y actuar del hombre, corriendo a un lado el orden consagrado a la divinidad.

Ese gesto cartesiano, por cierto revolucionario, también iba a traer aparejadas diversas polémicas que hasta hoy día se discuten; y es menester mencionar que estos últimos acontecimientos fueron contemporáneos a otro gran hito en la historia de la humanidad: el descubrimiento, conquista o invasión de América (según como se mire, vale uno u otro término).

La llegada de los europeos a América debe entenderse como una oportunidad que tuvieron de ampliar su poderío en virtud de los avances tecnológicos con los que contaban en la época. Al tener que enfrentarse a los habitantes de los pueblos originarios, tuvieron que recurrir a la violencia como inevitable instancia de dominación. La voluntad del más fuerte se impuso y las colonias, desde aquel entonces, nunca dejaron de estar presentes en este lado del mundo –aunque ahora la dominación pase a ser de otra manera: ideológica y cultural-.

Los europeos, además de avasallar con todo lo que encontraron en su camino, necesitaron de un fundamento más sólido a la hora de ejercer su poder. Primero, la fuerza; más tarde, la inteligencia. Y usando la razón fue que difundieron el cristianismo en estas tierras, generando, por ende, una dominación más redituable que aquella dada a través de la brutalidad corporal. En conclusión, América Latina tiene el mayor porcentaje de cristianos habidos y por haber en el mundo entero.

Ahora bien, dado todo lo expresado hasta este momento, ¿todavía es posible creer genuinamente en Dios? La respuesta siempre será muy personal. La fe es algo que se comparte en una comunidad, pero no deja de ser, en principio, un acontecimiento individual.

Nunca hay que perder de vista que quienes hablaron y hablan en nombre de Dios son los hombres, sujetos a imperfecciones y miserias, algo contrario a los atributos que, al menos en teoría, tendría el ser perfectísimo por excelencia.

Es verdad que el cristianismo genera una relación de poder. No hay nada nuevo en esto como tampoco lo hay en el hecho de que en nuestras casas, con nuestros padres y hermanos, hijos y demás parientes, también se da esa realidad. Las personas somos tensión, primero interna y después externa. Las relaciones de poder, por acción o por omisión, siempre estarán presentes.

Es controvertido todo este asunto porque no hay maneras de verificar la existencia de Dios. El paradigma actual de la ciencia, como ya se ha dicho, consagra el saber certero e indubitable, comprobable; y, en estos sentidos, Dios no debería existir porque no hay formas de dar cuenta acerca de su entidad. Los testimonios pueden ser débiles y la fe se rige bajo otros parámetros ajenos al conocimiento meramente empírico.

Por otra parte, nuestro tiempo se basa en la consolidación de fuerzas materiales en detrimento de las espirituales. Dios ha muerto es el leitmotiv de un mundo que, atravesado por guerras y catástrofes, por una existencia que cada vez vale menos, por un montón de injurias en detrimento de la humanidad, ya no cree en nada. Y es lógico que así sea; o, al menos, entendible. Resulta muy difícil sostener la esperanza en un mundo prometido como el más bello y feliz de todos.

Sin embargo, hay argumentos que permiten afirmar firmemente la creencia. Varios testimonios dan cuenta de ella y por más que no se rijan bajo la óptica del saber científicamente legitimado, no por eso deberían dejarse de lado. Incluso alguien podría llegar a decir que tiene sentido que exista una vocación para la duda y también para la creencia. Que las mismas no rijan por los valores preponderantes de la época actual va en consonancia con lo que pregonaron históricamente. Ese conocimiento espiritual, ese Reino que no es de este mundo, es un relato que viene desde hace más de dos mil años y nunca ha cambiado su rumbo.

Que se pudiera comprobar la existencia de Dios dejaría sin sentido al plan divino, ya no habría necesidad de elegir porque la libertad sería impuesta y hasta determinada. De darse la certeza comprobada, a la manera de la ciencia actual, de que Dios existe, entonces se derrumbarían los preceptos del cristianismo porque ya no existirían las creencias y habitaríamos un mundo de meras razones epistémicas. ¿Qué sentido tendría la fe si sólo existiera “lo real”? ¿Qué sentido tendría nuestra vida si lo supiéramos todo? ¿Acaso eso no sería tan peligroso como el dogmatismo y el adormecimiento?

Lo mismo valdría para el caso contrario. Si se comprobara que Dios no existe, no hace falta mucho aclarar que también se derrumbaría, como consecuencia lógica, el cristianismo. Desde un punto de vista utilitarista, correría peligro la existencia humana, no habría una ley moral a la que atenerse, solamente seríamos sujetos de derecho y nos gobernarían las leyes del Estado. Estaríamos condenados, para siempre, a que la democracia no caiga porque, de ser así, ya no habría salvación individual posible si el mundo pasara a estar en manos de los más poderosos. Se dirá que eso está pasando en el mundo actual. Puede ser, nadie dice que no.

Lo peor que podría pasar para debates de esta índole, es anularlos. Uno a menudo se pregunta muchas cosas sin poder llegar a responderlas totalmente, sólo de manera parcial. Eso no es suficiente, aunque a veces alcanza.

Admirar la maravilla de la naturaleza, fijarse en el orden de causas que gobiernan a este mundo, contemplar la belleza del universo pueden ser maneras de creer en Dios.

Asistir al repudio de las atrocidades cometidas por la humanidad, ver el predominio del odio, la venganza, las guerras y las muertes; saber que fue real que hubo campos de concentración y líderes que sometieron el mundo a sus deseos, es tener varias críticas en pos de afirmar que Dios no existe, porque de haber existido, si es tan buen y justo como nos lo han presentado, seguramente hubiera impedido estas catástrofes.

Todo puede ser según como se mire. No está mal y es respetable que se tengan estas concepciones. Dios forma parte de la metafísica y la misma todavía es una cuenta pendiente que tiene la filosofía a la hora de entregarle entidad real a sus suposiciones. Justamente la filosofía, una disciplina que es más antigua que el mismo cristianismo. Por lo tanto, puede resultar legítimo que el ser humano tenga sus dudas, ya sea para defender a Dios como para denostarlo o ignorarlo.

En todo caso, pensemos conjuntamente en algo que podría simplificarse de otra manera: nadie obliga a creer en Dios; en ese sentido, hay una libertad garantizada. El creyente, si está dispuesto a seguirlo, tendrá que cumplir con ciertos preceptos como con cualquiera de las reglas que se aceptan cuando se forma parte de un conjunto. El no creyente, podrá seguir su vida como siempre, sin preocuparse ni cumplir con determinados rituales que no le competen.

El mundo seguirá andando. Siempre. Lo importante, en uno y otro caso, es aprender a respetarse, entender que la libertad de uno termina donde empieza la del otro. Y esto vale para el fiel como para el ateo, incluso para el agnóstico. Que Dios esté o no, dependerá de lo que cada uno considere. No será asistir a un relativismo, por el contrario, implicará hacer uso de la propia libertad que, a fin de cuentas, es lo que más debería quedarle claro a la humanidad independientemente de si las Escrituras fueron sagradas o no y de si Dios existe o, como sugieren ciertos ámbitos de la antropología, es un mero invento de seres inteligentes con capacidad de razonar.

Foto: I-TEC


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