¿Cuándo es el preciso instante en que nace una amistad?
Probablemente, no haya una respuesta concreta. Es difícil saber el momento, aunque no tanto el lugar.
En Waking Life (2001), la maravillosa película de Richard Linklater, alguien afirma que lo único seguro es ‘que nunca volveremos a ser más jóvenes que hoy’.
El concepto es irrefutable, tanto o más como el hecho de que mientras va transcurriendo lineal y occidentalmente el tiempo, el pasado es cada vez más grande, alojando más instantes, deviniendo un reservorio aún mayúsculo cuya única finalidad, acaso, sea recordarnos quiénes somos.
Hay amistades que, relajadas o intensas en la profundidad de sus vínculos, se sostienen desde muy temprano.
Aristóteles hablaba de la sustancia y los accidentes. O lo que podría ser lo mismo decir: lo permanente (la esencia) y el cambio (transformación).
Con Pablo y Daniel nos unen alrededor de 25 años de historia.
El punto de partida es el origen de una adolescencia en Trelew, un hilo conductor que nos devuelve identidad común aunque todo sea más en expansión, como las fuentes energéticas del universo.
Si después de tanto tanto recorrido hay un encuentro y surge lo común, entonces significa que algo del cosmos está bien.
El sábado pasado coincidimos en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Caímos al pie del Obelisco, para no pifiarle.
Ammorzamos una pizza.
Luego dimos un paseo por Puerto Madero con escala para tomar alguna limonada.
Así desde el mediodía hasta la tardecita.
Cuando fue el momento de la despedida hasta nuevo aviso, uno suspiró tranquilo.
Esa reunión con caminata pudo haber acontecido de igual manera a los 15, los 20, los 30 o ahora, con 40.
Poder compartir un sueño, una realidad, una preocupación, una anécdota o una desazón, es síntoma de que en el inevitable devenir hay sucesos que quedan intactos, a salvo del olvido, una de las tantas formas de decir adiós.
Con todo lo anterior, qué alegría necesaria es poder decir hasta la próxima.