Conocí a Pelusa la tarde del domingo 14 de julio de 1996, el día en que el Boca de Bilardo y Maradona le ganó 4-1 a River en la Bombonera, con tres goles del Pájaro Caniggia.
Aquella fría jornada de invierno, Nico me había invitado a su casa para ver el partido.
Para mí fue un showtime inolvidable: pantalla grande, parlantes conectados con sonido ambiente, los tres vestidos con la camiseta, abrazándonos en cada gol, sintiendo una felicidad intensa.
Aquel momento fue una piedra fundacional, porque desde entonces sigue vigente el ritual de los reencuentros, los mensajes, las charlas que se resignifican a la distancia.
Con el correr de los años, me volví habitué y fui como un nieto más de América (un honor que ella así lo considere), madre de Pelusa y abuela del propio Nico y su hermana Mariana.
A veces no cobro tanta dimensión de que nos extrañamos un montón, pero cuando estoy por aquí lo entiendo todo.
Hay sabores que uno nunca olvida, como las comidas de la nona o de la propia vieja; y quizás no tengan nada de extraordinario más allá de estar hechas por afectos especiales (de allí la mística).
Dicho lo anterior, cabe agregar que nunca en mi vida probé una ensalada de frutas como las que hace América. En su momento, ver aquel postre en un gigante frasco era pura magia. Me acuerdo que entre nosotros jugábamos a alzarlo como un trofeo y decíamos en broma «la Copa Libertadores de América».
Tiene mucho de cierto aquello que las amistades son la familia que uno elige.
Y aquí estoy, de vuelta visitándolos, como hace unas semanas en que compartimos unas pizzas.
Por noches así, vale la pena volver siempre.

