La década de Francisco, el Papa argentino

El miércoles 13 de marzo de 2013 a las 19.06 (hora oficial) fue el anuncio esperado tras un cónclave sin precedentes.

En la Ciudad del Vaticano, el humo empezó a expandirse por el aire.

«Habemus Papa» resultó la confirmación que develó el enigma y terminó con todas las especulaciones.

Por primera vez en veintiún siglos de historia, el representante de Dios en la tierra no sería europeo.

El argentino Jorge Mario Bergoglio (Buenos Aires, 1936) asomó desde un balcón para saludar a la multitud que, emocionada, asistía a un evento único, poco habitual, mucho menos en la era de las comunicaciones, que tienen la particularidad de ser omnipresentes en un planeta que hace de la experiencia audiovisual un estilo de vida.

La nueva cara de la Iglesia Católica sería el arzobispo de la ciudad de Buenos Aires, bendecido como Cardenal en 2001 por indicación de Juan Pablo II.

Cuentan que estuvo muy cerca de ser elegido tras el fallecimiento del polaco Karol Wojtyla (1920-2005), pero la votación dejó el mando en manos del alemán Joseph Ratzinger (1927-2022), quien a su vez, por problemas de salud, renunciaría a su cargo en 2013, momento del turno para el mencionado Bergoglio, un hombre con una historia de vida intensa e interesante que esta vez sí logró la aprobación de la mayoría.

Inmediatamente, Bergoglio adoptó el nombre de Francisco, en homenaje a San Francisco de Asís, un santo italiano que, dedicado a los sectores más humildes, muy fiel a Dios y a la Iglesia, vivió entre fines del siglo XII y principios del XIII.

De esa manera, Papa Francisco inicio hace una década el complejo y espinoso camino de conducir los destinos de una Iglesia en crisis, atravesada por tiempos cuyos contextos van más en consonancia con la inmediatez antes que con la experiencia trascendental.

El catolicismo, que va perdiendo aliados a su doctrina, se encuentra ante la encrucijada de volver a atraer creyentes sin renunciar a su esencia o los principios identitarios que se le cuestionan.

Con un estilo tercermundista, de costumbres sencillas y carismáticas, Francisco se presentó ante la comunidad internacional con los guiños de un líder rupturista en los modos y las formas de pensar.

Comunicativo, sonriente y comprometido con la causa de ser un hombre simple y popular (fanático del fútbol, dispuesto a sacarse fotos con los fieles y fanáticos, y hasta tomar un mate al paso), Francisco debió dejar atrás algunas de las maneras que caracterizaron a Bergoglio, por entonces muy contestatario ante los gobiernos de turno, exigiendo justicia social e interviniendo en asuntos de la política nacional, lo cual le ha generado problemas al ser muy crítico con el matrimonio Kirchner, una pareja de dirigentes que desde hace 20 años está -real y simbólicamente- en la primera plana del poder hegemónico.

Se creyó que su sola presencia sería un golpe de efecto para la Iglesia, que aún guarda en él una carta importante: poder recuperar fieles y hacer de la institución religiosa una comunidad cercana, comprensiva y representativa de los sectores más vulnerables de la población mundial.

Sin embargo, la gestión de Francisco se enfrenta a dilemas que, como nunca antes, están muy latentes y con necesidad de resolverse: ¿Debería la Iglesia reconocer derechos que están garantizados por los Estados de distintos países, como el aborto, la anticoncepción y la eutanasia, proponiendo alguna alternativa que al menos permita generar algún tipo de conciliación? ¿Es realmente contradictorio a su ideario la unión de parejas homosexuales o excluir a quienes se divorcian? ¿Qué sentido tendría impedir la posibilidad de casarse a quienes cultivan la vocación de vida religiosa? ¿Cuáles son los motivos que la llevan a silenciar casos de abusos por parte de personas consagradas? ¿Por qué no se manifiesta abiertamente en contra de los gobiernos que, como en Argentina, violaron los derechos humanos durante períodos de dictaduras militares?

Está claro que Francisco es parte de una institución dueña de una enorme historia, con valores fuertemente arraigados y consolidados en el tiempo. Ser revolucionario en la Iglesia es una misión prácticamente inviable, dado que su impronta conservadora anula de por sí los intentos de transformación.

No obstante, en el actual Papa todavía habitan las huellas de aquel sacerdote que en los años de su juventud fue técnico químico, así como también profesor de Literatura y Psicología, admirador de Borges y Dostoievski. Tiene una mirada de cierto respeto hacia la ciencia, propone el dialogo interreligioso y a la vez defiende el derecho de la educación formal para todos los habitantes del planeta. Asimismo, se manifiesta contra las diversas formas de esclavitud que denigran a los trabajadores, obligándolos a ejercer cualquier tarea para subsistir. Su perspectiva anticapitalista le da una impronta en algún punto reaccionaria que no alcanza para apaciguar el desánimo global.

Alejado del país por decisión propia y sin querer participar de los intensos y autodetructivos debates locales, Francisco se encamina a iniciar los caminos finales de su pontificado, convencido de que seguirá hasta que su salud lo permita.

Algunos allegados, más otros analistas, no lo dudan: en un ámbito de muchas ansias de poder, conviviendo seguramente entre alianzas y traiciones, su campo de acción está algo limitado.

Bergoglio sabe que es uno de los líderes más importantes del mundo y, como tal, debe tener diplomacia para tratar ciertos asuntos.

Aunque se gane la antipatía de parte del clero por su manera de ser, demasiado cercano a los teólogos de la liberación y con un origen que le da sensibilidad para empatizar con los grupos más postergados de la humanidad, sus detractores le señalan el poco ímpetu ante problemáticas que despiertan el interés de la comunidad internacional, como la cuestión de la sexualidad, la desigualdad distribución de las riquezas y las ineficaces manifestaciones ante los conflictos de las guerras.

Hay quienes afirman que Francisco sabe que los cambios, de generarse, serán demasiado lentos. Por eso, es un secreto a voces de que está jugando un pleno a su sucesor, con la firme intención de que, al llegar ese momento, se decida a dar continuidad a una etapa de renovación que quizás nunca suceda.

Pase lo que pase, y atendiendo a sus reiterados pedidos, sólo habrá que rezar por él.

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