(A mi gran amigo Nico y toda su familia,
especialmente a la abuela América y Pelusa;
un cuento en homenaje al enorme cariño
que siempre me brindan).
Los hechos que se narran a continuación tienen un componente místico capaz de oscilar entre la suposición, la creencia y la certeza.
De algún modo, siguen la lógica de las experiencias mitológicas, las cuales tienen la particularidad de concentrar la atención cuanto más se ignora acerca de ellas.
La imprecisión de algunos datos, paradójicamente, le dan mayor sustento a la historia, que al mismo tiempo crece en un relato de tradición oral aún inconcluso, pero a la vez sostenido por el ejercicio de la repetición.
Cada nueva arista se agrega como si formara desde siempre parte del relato.
Los protagonistas lo saben, pero los guiños de complicidad impiden el sinceramiento.
Cuenta la anécdota que América -abuela del amigo Nico y madre de Pelusa- heredó una camioneta FORD de color naranja. Había sido del Cholo, su marido. Tiempo después de que ella enviudara, decidió no utilizarla más. Desde entonces, quedó alojada en el garaje de su casa, con la orden de que nadie se acercara ni la utilizara.
Esa promesa, cuya onda expansiva atravesó la biografía de los duelos necesarios, se mantuvo intacta durante décadas.
Nico, nacido en diciembre de 1982, asegura que nunca en su vida vio correrse el vehículo de aquel lugar, ni siquiera para tareas de limpieza o mantenimiento.
Su hermana Mariana, años más grande que él, tampoco tiene recuerdos al respecto.
Anita, mamá de ambos, no ha negado las versiones.
En la agenda de las conversaciones cotidianas, el tema se instaló ante cada encuentro que tenía con cada integrante de la familia, algo que se profundizó en la última década.
Las preguntas surgían por decantación:
¿Por qué la camioneta permanece inamovible?
¿Qué motivos lleva a que nadie se rebele contra la indicación de la abuela?
¿Cuáles son las razones para que al resto le inquiete tanto este asunto en algún punto ajeno?
Con Nico empezamos a conjeturar que podría estar gestándose una mala vibra, una energía negativa llamada a truncar planes o proyectos.
Es posible que la pandemia haya sido el punto de quiebre, un momento en que íntimamente empezamos a convencernos de que pronto se terminarían los hechizos.
Algo nos decía que la camioneta, bautizada por mí «La Naranja Mecánica», cambiaría de lugar.
Ya no daba para más.
En esa memoria colectiva, las frustraciones colectivas se incrementaban: el dólar seguía subiendo, Argentina nunca más salía Campeón del Mundo ni Boca lograba conquistar de nuevo la Libertadores, el cambio climático se agudizaba, el Covid paralizó al planeta, el Diego fallecía, el globo seguía en guerra. También, las desgracias personales estaban a la hora del día, pero mejor no dar detalles.
Todas esas miserias tenían un común denominador: la Naranja quieta, llenándose de polvillo, oculta en un garaje.
Hasta que un día de 2022, en pleno otoño, alrededor de mayo, me llegaron dos mensajes por Whatsapp casi en simultáneo.
Nico por un lado: «Movieron la Naranja».
Pelusa, por el otro: «Al fin; saqué la camioneta quitándole los cambios».
Inmediatamente, pedí detalles. Tampoco podía tanto porque estaba trabajando, pero más de 40 años de espera animaban la consulta.
Supe rato después que se había montado un operativo. A la casa de América había llegado una grúa del Automóvil Club Argentino para llevarse el vehículo, con sumo cuidado porque no se sabía en qué estado podía estar la nafta ni si había riesgo de explosión.
Pelusa me contó que, días después, entró con todos los honores al taller. Los mecánicos -eufóricos e hinchas de Boca como nosotros- lo felicitaban confirmándole la excelencia de una marca como FORD.
«Vos sabés que estaban todos gritando y llorando de fidelidad. Me decían: ¡Es FORD! ¡Es FORD! ¿Y podés creer que desde ese momento se destrabaron unas energías?», cuenta Pelusa, emocionado desde su teléfono celular.
Agrega Nico, por la misma vía: «Sí, ni bien se movió la Naranja, vinieron a ponerme el gas al departamento nuevo, que estaba esperando desde hace tiempo; también se encaminaron algunas situaciones en el trabajo y surgió lo del viaje a Europa para dentro de unos meses».
Escuché los mensajes como sintiéndome parte de la epifanía.
Le dije a Nico: «¿Estás pensando lo mismo que yo?»
Me respondió: «Sí».
No hacía falta detallar.
Ni se mencionaba con tal de no atraer malos augurios.
Pero soñábamos con quiero ganar la tercera, quiero se campeón mundial.
Fue creer o reventar.
Meses después, la épica de la Selección Argentina en Qatar, con todo el condimento de milagros y resurrecciones, tuvo un misterio que para nosotros queda despejado.
Mover a la Naranja terminó de anular la mufa.
Una vez por semana, Pelusa sale a pasear por el barrio para darle rodaje y oxigenarla. Sigue asombrado por las repercusiones de curiosos que se muestran embelesados por el carro.
Quedaba un paso más: ir a Trelew y sentarme en una Naranja Mecánica remodelada y brillante, con el motor impecable, que ruge como esos leones enjaulados a punto de ser liberados para devorar su presa.
En una suerte de ritual bautizado El Naranjazo, fuimos con Nico y Pelusa a encontrarnos con la camioneta.
El último domingo 5 de febrero, casi sobre la hora, antes de terminar mis vacaciones y volver para La Plata, me senté en la chata, cerré los ojos y pedí algo a las voluntades universales reunidas en el oráculo de la Naranja.
Luego sentí paz, abrazado por esa distinguida calma que se adueña de quienes están seguros de que algo bueno y nuevo sucederá en todas y cada una de sus cotidianas vidas.