Ningún proyecto colectivo puede funcionar sin una sólida conciencia de grupo, que remite a considerar la totalidad como más importante que la suma de sus partes.
Esa tarea, extremadamente compleja por involucrar no solamente subjetividades sino también historias de vida tan diversas como significativas, requiere de aprendizajes y negociaciones; en otras palabras, saber ceder para lograr un objetivo común, dejando de lado las ansias de protagonismo y la convicción de autosuficiencia para salir al encuentro de otros aportes.
Un buen grupo es el que logra autogestionarse, pudiendo resolver sus problemas, potenciar sus virtudes y haciendo partícipes a todos sus miembros.
En este último sentido, resulta clave las intervenciones de los líderes y sus maneras democráticas de proceder. Es posible que sus decisiones no deje conforme a la totalidad, pero si logra proceder con honestidad, convicción y sentido humano, logrará crear una red de contención basado en la empatía y la credibilidad.
Hay distintos tipos de organizaciones, con diferentes intereses en juego.
Las empresas, por caso, se rigen por el criterio de productividad. En muchos casos opera una suerte de ley basada en el darwinismo, según la cual sobreviven los más fuertes. Quien se adapta permanece; quien no, queda excluido.
Las ONGs, en cambio, no suelen perder de vista el perfil humano, sabiendo que si el vínculo prescinde de parámetros mercantilistas, el aspecto a fortalecer es la convivencia.
Podría pensarse que en las escuelas debería primar la educación en valores y la solidaridad, con lo cual -por tan sólo proponer un ejemplo- las figuras de los equipos directivos deberían dejar de lado la jerarquización y pasar a formar parte de un sistema que ya no se asimile a un organismo humano con pies y cabeza, sino que sea cerebro y corazón.
Hace exactamente diez años conocí a Marita, una profesora en Ciencias de la Educación que asumió el cargo de Directora en una escuela secundaria donde coincidimos algunos años. En su presentación, compartió una frase con los docentes de la institución, que sería un leit motiv de la gestión: citando a Gaudí, difundió que «La originalidad consiste en volver al origen».
¿Qué significaron esas palabras?
Básicamente, comprender que la vocación docente -a pesar de las dificultades y esas resignaciones que llevan a las improductivas catarsis sin sentido- se dignifica regresando a ese punto de partida, reconociendo aquel momento en que cada proyecto de vida se activó en los deseos de enseñar y aprender, formando parte de una comunidad.
Volver al origen es recordar y valorar por qué cada cual eligió ser docente. Nunca hay que dejar de lado la relevancia de nuestra presencia en otras personas a las que ayudaremos a cambiar parte del mundo, si cabe alguna gesta de esta naturaleza.
Aquellas palabras de Marita, que no entendí tanto en su momento, y que sigo entendiendo diferente desde aquella vez, siguen resonando en mí.
Con el tiempo descubrí a la persona detrás de la Directora.
Ella coordinaba una colonia de vacaciones para niños y adolescentes, que fue la concreción de un sueño colectivo: el de su familia y un grupo de amistades que se frecuentaban desde adolescentes, capaces de llevar a cabo un modelo de educación alternativo.
Marita me llegó a contar que antes de cada inicio, con el grupo de trabajo se reunían para hacer actividades lúdicas, instancias que llevaban consigo la misión de generar confianza, estimular la alegría y fortalecer el compromiso.
Desde hace muchos años, son muchísimos los colegas y estudiantes que recuerdan el legado de Marita, quien decidió terminar su camino a finales de 2016.
Sin embargo, tras ella hay como una estela que, de algún modo, para mí y varios más, es un origen.