El cielo está algo nublado pero la tarde brilla.
Un viento suave y cálido flamea llegando desde el noroeste.
Es día de semana y hay pocas personas en la playa, echadas en la arena, pasando el tiempo libre.
Familias humildes aprovechan para acercarse a la costa, trayendo a los más pequeños para disfrutar de la naturaleza.
Ningún niño es infeliz al lado del mar, cuya fuerza es trascendental: impacta en cada subjetividad, hermana en la simpleza.
Tres amigos juegan con la espuma de las olas, muy próximos a las aguas turbulentas que sin embargo acarician con calma los dedos de sus pies.
Deben tener aproximadamente 10 años de edad.
Uno tiene el cabello teñido de rubio y una remera gris que no teme ver salpicada por la sal. Otro es más grande y viste una prenda celeste que le cubre el rostro. El que se atrevió a más tiene el torso descubierto y una malla que le llega desde la cintura hasta prácticamente los talones.
Los tres ríen y se corren entre sí. Juegan a algo difuso pero a la vez inocente.
Están delante mío sin imaginar que me detengo en ellos.
Mis ojos se emocionaron al evocar aquellas épocas en que me llevaban a ese mismo lugar para verme sonreír al reconocer la patria de mi infancia.
Si uno identifica con claridad su origen, siente que el cosmos de algún modo se acomoda.