Dar una mano

Cristian es uno de los vecinos más queridos del edificio, distinción que surge a partir de diversas cualidades propias de su personalidad: afable, solidario, honesto, atento y educado.

Este buen hombre que tiene alrededor de 45 años de edad suele recibir la visita de su madre, una señora muy cálida que debe andar por las ocho décadas de vida.

Cuando se los ve juntos, es posible comprender muchas realidades o tal vez una sola: que todo comienza en los valores aprendidos del hoga y que la clave está en la familia.

Hace unos años, me crucé con él en el hall del edificio. Lo vi con una cobertura de neoprene que retenía su brazo derecho pegado al torso, en una estructura que iba desde el hombro hasta tapar la mano del mismo lado.

Le pregunté qué le había sucedido.

Su respuesta me dejó absorto. Con cierta naturalidad y resignación comentó que había tenido un accidente con una maquinaria de la fábrica donde trabajaba. El desperfecto le cortó parte del abdomen y la espalda a la altura de las lumbares; pero lo peor fue que perdió tres dedos de la mano derecha.

Desde entonces, Cristian ya no puede salir a correr o andar en bicicleta, actividades que le fascinaban realizar.

Tampoco está en condiciones de trabajar porque su discapacidad anticipó su retiro. Recibe una pensión que debió tramitar obligatoriamente, mientras todos los días de su vida -a excepción de los domingos- tiene una serie de ocupaciones para rehabilitarse física y psíquicamente: siempre está en la vereda, esperando que lo pasen a buscar para ir a sesiones de kinesiología, terapia y otros especialistas de la salud. «Hay veces que no aguanto más, estoy sin respiro, siempre haciendo algo porque abandonar o discontinuar puede ser peor», agrega Cristian, triste pero sin victimizarse.

Su madre me cuenta que toma medicación para poder dormir, dado que tiene pesadillas según las cuales recuerda el trágico episodio que modificó todos y cada uno de sus días.

Hasta donde sé, continúa lidiando con trámites administrativos para poder acceder a una prótesis de carbono fabricada en Alemania y que deberían enviarle desde Estados Unidos de Norteamérica. Sin embargo, problemas con la obra social y obstáculos legales le están impidiendo acceder a ese derecho.

Al escucharlo me vino a la mente una conversación que tuve en otro tiempo con Jeremías, un joven de quien fui docente de secundaria en un grupo que egresó en 2014. Él llegó a confesarme, en un momento de crisis vocacional, que se debatía entre seguir dos carreras: Informática o Educación Especial. Creyó haber encontrado una alternativa cuando en una calle de La Plata, sin tránsito para la ocasión, se detuvo a observar un partido de fútbol jugado por personas con discapacidad. Entonces, asistió a algo así como una revelación personal, descubriendo que ambos intereses se podrían combinar en una profesión capaz de permitirle, por ejemplo, crear manos robóticas para personas que lo necesitaran.

Cristian y Jeremías no se conocen.

Uno sigue con sus rehabilitaciones y el otro encontró destino como chef en la costa.

Jeremías nos visitó en la escuela hace unos meses para compartir sus cautivantes vivencias a las nuevas promociones de egresados.

Cristian me saluda antes de subirse al automóvil que lo pasa a retirar, no sin antes admitir su realidad: «¿Sabes lo duro que es verse todos los días una parte de tu cuerpo mutilada? Pero bueno, hay que seguir. Nos vemos».

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