Siempre tuve curiosidad por conocer las sensaciones de los chóferes de larga distancia, que en su trabajo cotidiano pasan muchas horas en la ruta.
Se trata de personas que apenas ven a sus afectos y deben lidiar con los diversos trastornos en el sueño que implica un ritmo horario diferente, caracterizado por la ruptura y la alternancia antes que por la regularidad de hábitos.
De día, tarde o noche, con frío o calor y en todas las estaciones del año, habita en ellos una vocación difícil de explicar y a la vez de comprender.
¿Cuál es el precio que debe pagar un ciudadano para ser sostén de su familia? ¿Qué límites se ponen en juego cuando la mayor parte del tiempo se destina a trabajar lejos de casa? ¿Cómo es posible garantizar derechos a quienes en algún punto, y más allá de los cuantiosos salarios, los tienen vulnerados?
Es probable que el camino como concepto sea un espacio a conquistar, una suerte de estar-siendo en movimiento, la hendija a través de la cual suceda la aventura de gambetar al destino y la rutina.
Entonces, el placer pasa por otro lado. Consiste en escapar del ruido y el caos, los problemas, los reclamos, el impaciente vértigo de la metrópolis.
Hay, también, un imaginario de paz y libertad, ese ideal que ya de sólo pronunciarlo se vuelve una aspiración inalcanzable.
Quizás por tales motivos, cada vez que tengo un largo viaje, lo primero que elijo es un lugar en la parte superior y delantera del micro.
Desde allí el mundo es algo distinto, donde la vida se percibe como un cuadro que cautiva hasta que uno empieza a soñar despierto.
Después de todo, ser feliz también es esto.
