Rebelarse

En la sabiduría popular, hay quienes afirman que la rebeldía es una característica propia de la etapa de la juventud; y que cuanto más va transcurriendo el tiempo, las personas comienzan a adquirir rasgos conservadores.

Sin embargo, en el adulto que tiene la predisposición a transgredir habita la crítica peyorativa de ser «eterno adolescente». Para aquel que ya desde temprano se muestra reticente al cambio, el estigma es catalogarlo de «facho».

Debe ser por lo anterior que todavía sobreviven grafitis en las metrópolis argentas con la expresión: «Ser joven y no revolucionario es una contradicción hasta biológica».

Por estas fechas, gran parte de la sociedad argentina recuerda las acciones terroristas que sacudieron al país desde marzo de 1976 y durante casi ocho años. Muchas de las víctimas eran jóvenes con ideales contrarios a una clase dirigente que llevó la violencia estatal al extremo (y como el Estado no tiene fuerza que se le emparente, hablar de guerra civil o sostener la teoría de los dos demonios es de por sí una contradicción, falacia o inconsistencia).

Las décadas posteriores desde la recuperación de la democracia en 1983 han generado transformaciones lógicamente libertarias, pero actualmente se evidencia una anomia preocupante. Es difícil generalizar, pero el argentino medio no solamente entra en conflicto con las leyes sino que está poco acostumbrado a vivir en comunidad, pensar en el otro, generar acuerdos, entender que el respeto implica asumir errores y el consenso significa ceder en algo.

Todas estas argumentaciones llevan consigo el riesgo de la generalidad, pero -en el peor de los casos- podría suponerse que algo de cierto -aunque fuera muy poco- han de revelar.

Rebelar y revelar suenan casi parecido y se escriben casi igual. Pero la diferencia es mucho más que una letra: la rebelión es oponerse, cuestionar, llevar a cabo acciones opuestas al status quo. En cambio, revelarse es dar a luz, mostrar, desocultar. Ambos conceptos tienen impronta filosófica y en ese sentido guardan una potencialidad interesante para cruzarse con diversas problemáticas.

El filósofo esloveno Slavoj Zizek (1949) es un reaccionario por naturaleza. Expresiones como que la felicidad es estar contento por superar al otro antes que por una mera realización personal o que el amor es una desgracia que atenta contra los placeres más intensos, lo ubican como un referente de la cultura occidental que hacen de él un Marx con más de Groucho que de Karl. También ha manifestado que una persona, cuando fracasa, debe prepararse para fracasar mejor, como si ello fuera una fórmula para crecer. Y al margen de las polémicas que despierta, su invitación es a revelarse como seres que primero deben asumir su sometimiento para luego rebelarse contra el poder que aprisiona y asfixia hasta matar o despersonalizar.

Lo complejo es darse cuenta del poder y el dominio sobre los demás que realmente tiene cada sujeto o comunidad participante ante un sector opulento que toma fuertes decisiones.

Para justificar tales palabras alcanzan con algunos ejemplos:

La más digna rebeldía no consiste en tomar de punto a alguien y mandar cobardemente mensajes encubiertos por redes sociales en detrimento de terceros. Ese tipo de actitudes, propias de quienes se jactan de su intelectualidad, inteligencia u ocurrencia para la exaltación de sus rebaños, expone otras miserias (a la doble moral de gente mal intencionada, ni cabida).

Tampoco pasa por sobreactuar el rol de autoridad en una institución, confinando al resto a ser tímidos partenaires que deben ser funcionales a una mirada pública con ansias de aprobación y sin posibilidades de manifestar posibles disidencias.

Traicionar la confianza de quienes han obrado de buena fe y con vocación de solidaridad amerita la condena social para los actores sociales que hayan apelado a la mentira, la humillación y la usurpación con guante blanco. A ellos y sus alcahuetes o secuaces que no hayan tenido escrúpulos en amedrentar innecesariamente a los damnificados, también les cabe el destierro y el olvido.

Silenciar las atrocidades cuando se pierde por negligencia una vida tan inocente como vulnerable y procurar que el ruido baje pronto para olvidar lo que pasó es una de las canalladas más grandes que existen.

Cubrir intempestivamente y de color claro una pared o tacharla con aerosoles de grafitis en la vía pública es desconocer la genuina voluntad de aquellos ciudadanos comprometidos consigo mismos y con su entorno, siendo capaces de guardar un profundo mensaje de emancipación. Sea por ignorancia o con reales intenciones de llevarlo a cabo, borrar las huellas de identidad o denuncia que determinados grupos han querido resaltar es un proceder violento y por lo tanto imposible de elogiar.

Indignarse a destiempo ante las injusticias que suceden a menudo es una debilidad a corregir, porque la batalla cultural requiere de acción política y debe darse desde adentro, reforzando convicciones para que la valentía sea más intensa y el mundo cotidiano aspire tal vez a ser un poco mejor cada día.

Si se desconoce todo esto, el riesgo a la desidia estará a la vuelta de cualquier esquina.

Foto: Pijamasurf


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