Hacía mucho tiempo que la Selección Argentina no generaba tanto entusiasmo e identificación en el público masivo.
Eso sucede porque parece estar claro que el fútbol es un fenómeno de múltiples dimensiones en nuestro país, según el cual factores sociales, culturales y hasta políticos, confluyen dando sentido y significación al ADN nacional.
La vara había quedado muy alta porque, en el pasado reciente, el deporte más popular del planeta fue el vínculo que unió generaciones, curó penas y olvidos, reivindicó a una sociedad de por sí golpeada y maltratada.
¿Es exagerado ese sentimiento? Sí, pero también digno de ser analizado porque permite explorar las virtudes y miserias propias.
Fuimos campeones mundiales jugando de local en 1978, mientras la Dictadura Militar arrasaba desapareciendo gente y utilizaba políticamente el hecho para presentarlo como «La fiesta de todos»; y héroes en México 1986, con un Maradona supremo que a partir de allí construyó su enorme leyenda como ícono trascendental, en un contexto de primavera democrática y ostentación de los nacionalismos.
Con la romantización de los sucesos, el relato amplía sus alcances cuando el balcón de la Casa Rosada es cedido a protagonistas que dan alegrías al colectivo conocido como pueblo.
Por todos esos motivos se explica cómo el fútbol no queda reducido a un mero juego.
Es tanta la frustración de la sociedad que cualquier festejo viene bien.
Desde que la Selección Nacional ganó la Copa América en julio pasado, venciendo a Brasil en su propia tierra, se quitó de encima la tonelada de 28 años de sequía.
Fue una linda expresión de juego, espíritu de grupo y valores solidarios.
A partir de entonces, la pasional manifestación popular crece desenfrenadamente: el conjunto dirigido por Scaloni recibe el apelativo arrasador de «La Scaloneta», se quiere convertir forzadamente a Messi en mito y existe un triunfalismo carente de prudencia, desconociendo realmente para qué está el equipo si todavía no ha podido medirse con otras potencias.
¿Es posible poner límites a la ilusión? Difícil. Y en todo caso, ¿para qué?
En esa patológica relación entre la patria y la pelota, habitamos el derecho a celebrar y cultivamos la fantasía de pertenecer -aunque sea por un rato- al Primer Mundo.