Es septiembre de 1990 en la ciudad de Trelew. Seguramente, algún día de la segunda quincena, momento en que la revista Lúpin (nacida en febrero de 1966 y de aparición mensual hasta abril de 2007) llegaba a los kioscos de revistas.
Recuerdo haber estado en uno de ellos, ubicado en Avenida Irigoyen entre Remedios de Escalada y Fray Luis Beltrán, junto a mi padre, que había ido a comprar el diario. Por aquel tiempo, los periódicos de alcance nacional llegaban alrededor de las 15 ó 16 horas.
Estábamos próximos a la merienda y el plan fue ir en busca de alguna novedad.
En esa espera vi una edición especial: la N°300 de un ejemplar que comenzaba a ser mi favorito.
Lo miré a mi viejo:
– ¿Qué, la querés?
Con un gesto le aseguré que sí.
– Me llevo el Clarín y esta revista para mi hijo.
***
Desde hace algunos meses, vuelvo a determinadas anécdotas que nunca supe agradecer y valorar en su momento, no para quedarme melancolizado sino para tener siempre presentes a quienes me cuidaron y ayudaron a crecer. Hay una reivindicación profunda y sanadora en rescatar este tipo de pasados, porque justamente me explican los motivos según los cuales a veces mis ojos brillan y flotan, mi voz se quiebra y mi corazón se estremece, todo sin razones aparentes.

(Si tuviera que decir cuál es la primera imagen que en mi vida tengo de la primavera, muy probablemente haga evocación de lo que aquí relato, dado que se vincula a los afectos, el paso del tiempo y la génesis de esas huellas de identidad que permanecerán conmigo hasta el final de mis días).