«¿Cómo vamos a estar contentos de ir a Rosario y ver a un chico con la camiseta del Real Madrid o ir a África y ver a uno con la del Bayern de Múnich? (…) El amor tiene que ser con lo propio, con lo del lugar, con lo que está al alcance de la mano».
El que habla en una entrevista al sitio DAZN, con la cabeza gacha y sin mirar a la cámara (acaso para no sentirse intimidado por el ojo de los medios masivos de comunicación, a los que se resiste expresando en más de una ocasión su incomodidad) es Marcelo Bielsa, uno de los entrenadores más influyentes del fútbol mundial en las últimas tres décadas.
Las palabras del rosarino se dieron a conocer recientemente, casi en paralelo a la aparición de un coterráneo suyo. El último domingo 8 de agosto, en uno de los salones de prensa que tiene el Fútbol Club Barcelona, un acongojado Lionel Messi se mostró como pocas veces el mundo lo ha podido ver, incluso dentro del campo de juego, su hábitat natural. Sin evitar el llanto pero tratando de contenerlo, cubrió los ojos con sus manos, ayudado por el pañuelo de papel que en un tierno gesto, de esos que hermanan a los seres humanos sin distinción de sexo, raza, religión ni clase social, su esposa Antonela le acercó, ante el incrédulo semblante de los tres niños de la pareja, que trataban de entender lo que estaban escuchado. Ya más calmo, aunque siempre dolorido en su interior, el futbolista dijo lo más importante: «Hice todo lo posible para quedarme».
Aunque cueste entenderlo, el mundo no siempre es justo; por el contrario, en la mayoría de las veces resulta ingrato. El Fútbol Club Barcelona, gigante a nivel global gracias a la contribución de estrellas como Cruyff, Guardiola y fundamentalmente Messi (quien lo llevó a una escala superlativa, haciéndolo conocer en lugares inhóspitos para el Primer Mundo, como África y Asia, adonde los niños no tienen para comer pero sí logran vestir las casacas de sus ídolos), maltrató a su ícono más emblemático. Lo dejó marchar. Lo traicionó.
La anterior dirigencia comandada por Bartomeu no supo administrar la abundancia, se endeudó y redobló la apuesta con una serie de decisiones (espionaje incluido) que terminó por enardecer los ánimos de un plantel diezmado año a año, que si lograba competir era, en gran parte, por la grandeza, jerarquía y nivel crack de Messi. Hace un año, el 10 amagó quiso irse y la afición respondió: entre su ídolo y un dirigente, se mantuvo fiel a quien todavía sigue despertando ilusiones. Así se llamó a elecciones y llegó Laporta, un mandamás que había sido presidente en el inicio de la era Guardiola y que volvía con promesas de garantizar vínculo eterno con el ícono más grande del club.
Algo pasó para que en pocos días se pasara de un acuerdo total con la familia Messi en un nuevo contrato de cinco años de duración, hasta 2026, a un anuncio que retumbo en los principales medios internacionales: la ruptura de ese acuerdo y la separación de los caminos.
Hay dos realidades que conviven. Una, que Laporta llegó al poder gracias a tejer buenos lazos con el futbolista. La otra, que el fútbol mundial está cada vez más devaluado, porque si tan sólo un club potencia se disputa por tener al mejor de todos entre sus filas, es porque la obscenidad de los millones sobrepasa al Fair Play financiero.
Lionel Messi es una persona costumbrista, con poco apego a los cambios. La única vez que salió de su zona de confort fue a los 13 años de edad, cuando dejó Rosario y se radicó en Barcelona, institución que apostó por él y le pagó un tratamiento para crecer. Se le ha conocido una novia, hoy su actual mujer, a quien conoce desde la infancia. Juntos son felices, tienen tres hijos. Jugó en un equipo durante largos 17 años y tuvo siempre como representante a su padre Jorge. La otra camiseta que vistió es la de la Selección Argentina, con la que vivió más tristezas que alegrías, aunque después del título en la última Copa América parece haberse saldado una deuda interna. En ese vendaval de emociones ciclotímicas, los exitistas hinchas albicelestes, esclavos emocionales de Maradona, confirman que sí, era cierto: Messi es argentino aunque a veces no haya cantado el himno y a pesar de perder su mirada cuando los resultados eran esquivos.
Lo curioso del caso es que su historia ha devenido típica en el marco geopolítico del fútbol modelo siglo XXI. Como si fueran los tiempos de la colonia, España se hace la América robándole sus diamantes en bruto. Sin embargo, los últimos que ríen son los jeques qataríes, los príncipes árabes y los monarcas chinos, representantes de ese 1% que tiene la misma riqueza que el restante 99% de la población mundial.
Estos nuevos dueños del planeta, además de disputarse el petróleo, el agua y las armas, se reparten las franquicias de los principales diez equipos más millonarios del planeta. Invierten en el fútbol, donde las acciones rinden al por mayor; e instalan en Europa un paradigma donde las ligas locales pierden prestigio, competencia interna e interés deportivo. Como serán las cosas que en tiempos de Covid-19 y tribunas vacías, la pelota siguió rodando porque entre la televisión, la estática y el negocio global, se puede prescindir de la afición en los estadios.
Messi ha sido injustamente comparado con Maradona, señalándosele no tener las cualidades de liderazgo ni rebeldía del nacido en Villa Fiorito. Nunca ha querido parecérsele y está muy bien, aunque tampoco es Juan Sebastián Verón ni Maximiliano Rodríguez, quienes a los 31 años de edad volvieron vigentes y sedientos de gloria al fútbol argentino para hacer más grande a sus equipos de origen (Estudiantes de La Plata y Newell´s Old Boys de Rosario, respectivamente).
Con 34 años edad y su futuro asegurado, varios hinchas leprosos se preguntan por qué Leo, uno de los suyos, no regresó en esta ocasión. ¿Si no es ahora, cuándo? ¿Habrá un tal vez?
Aquella imagen con la camiseta retro rojinegra, descubriéndola debajo de la equipación blaugrana, cuando al hacer un gol homenajeó al fallecido ícono, tan sólo ha sido eso: un espejismo fugaz, lejano acto de amor que implica abrazarse a la distancia.
Hoy se anunció su fichaje para el París Saint Germain, que de francés ya tiene poco y nada. En el país galo, cuna de los derechos humanos y las libertades, de las rebeliones para un mundo más justo, habita la contradicción de tener varias islas bajo su dominio e influencia en distintas regiones del globo. Sin embargo, el club más rico, colonizado por los qataríes, suma a Messi para hacer brillar a una constelación de estrellas: Neymar, Mbappé, Ramos y Donarumma completan un plantel que no tendrá rivales y se paseará por las canchas locales e internacionales.
¿Hay desafío deportivo?
¿Qué moviliza a un futbolista como Messi, que podría haber elegido un equipo más modesto de una liga más competitiva?
¿Sus seguros logros quedarán disminuidos por la hegemonía que se consolidará con su presencia?
¿Las posibles derrotas quedarán expuestas al vituperio del fracaso?
Varios hinchas de Messi (incluidos los millennials, que en la urgencia de sus sentencia se atropellan para declararlo el «mejor de la historia», como si el fútbol hubiera comenzado hace 20 años) hubieran deseado otro final para esta historia.
Si hubiera tenido otra personalidad, quizás habría optado por ir al Leeds de Bielsa y jurar la promesa de volver juntos al Parque de la Independencia al cabo de unos años. Igualmente, que personalidades del fútbol como ellos, más otros argentinos destacados (Martino, Pochettino, Simeone, Sampaoli, Di María, Agüero), no decidan trabajar en nuestro medio ha de tener algunas razones de peso: economía devaluada, problemas de inseguridad e ineptitud de dirigentes que, entre otros asuntos, ni siquiera pueden organizar un campeonato competitivo desde hace por lo menos siete años.
Es triste lo que vivió Messi en su despedida de Barcelona, pero de ninguna manera representa una tragedia. Al fin y al cabo, él y su familia cambian la tranquilidad de una ciudad amigable por la belleza de París, lugar soñado en el imaginario popular de quienes desearían vivir del turismo.
A partir de entonces veremos repartidos en todo el mundo millones de camisetas del PSG con su nombre en la espalda. Pasará en Francia, en África y en Rosario.
Y así las cosas, aunque siga brillando como rey (evitando la pereza y el aburguesamiento), lo más genuino de Messi son esas lágrimas de hombre sencillo y humilde que fue condenado a un destierro inmerecido; mientras va de un club a otro, exprimido y utilizado por magnates de fantasía subidos a sus montañas de euros, capaces de comprar todo con dinero, a excepción del amor.