La carta y los zapatos

Hay una cuestión antropológica en la infancia, común a todas las culturas antes del desarrollo de las religiones y el imperio de la razón.

Todo ello explica, en parte, algo de esa condición humana que se impuso como rectora de la naturaleza.

Así surgieron los mitos, las leyendas y el pensamiento mágico como recursos capaces de imprimirle categorías al mundo para organizarlo.

Más tarde, la tradición cristiana dejó su huella en occidente, siendo referencia de distintos episodios que trascendieron hasta el día de hoy: la medida del tiempo se rige en antes y después de Cristo, la Navidad se celebra como un evento festivo que aglutina comidas especiales, encuentros familiares, decoración con luces de colores y regalos a los pies de un árbol con forma de pino.

En épocas de vacilaciones, vacíos existenciales (lo que los filósofos llaman nihilismo), la contradicción es asistir a las reivindicaciones que tiene el cristianismo en momentos gobernados por la tecnociencia; salvo que ahora Dios sea sinónimo de capitalismo, cuya máxima plegaria es el consumo.

De todos modos, la infancia permanece ajena a estos trajines.

En la edad de la inocencia, niños y niñas tienen más sabiduría que muchos ignorantes empeñados en aguar las fiestas.

Cada 6 de enero es una madrugada efímera que lleva consigo la mística escritura de una carta, la ofrenda de calzados y, quizás, el agua y el pasto para los camellos.

Dicen que los Reyes Magos vienen, pasan y se van, como varias de aquellas ilusiones que suceden una vez que se da simbólica muerte a la infancia, porque hay adultos que siguen escribiendo plegarias a modo de deseos en cualquier pared abandonada, caminando descalzos mientras en un espejismo creen ver a ellos tres asomándose en el horizonte.

Si hacen escala en el propio hogar y dejan sus obsequios, misión cumplida.

De lo contrario, las leyes de la meritocracia dirán que todavía cada cual deberá hacer mayores esfuerzos y portarse mejor, confirmando así que el universo mismo sigue siendo tan perverso como injusto, pero susceptible de ser salvado por la fuerza pujante de una infancia en movimiento.


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