Volver a Bauman

Hay intelectuales que deciden romper con los estereotipos, salir de la solemnidad, frecuentar las calles y entremezclarse en el vulgo.

Sartre y Foucault, por caso.  El Mayo Francés de 1968 los sacó de las aulas universitarias, ese predilecto sector al que no llega cualquiera; megáfono en mano, encabezaron revueltas. Fueron populares y cercanos al latir de la población que reclamaba por justicia social. No se escondieron.

En esa galería de ilustres y libre-pensadores también aparece el polaco Zygmunt Bauman (1925-2017), alguien que por su origen judío sufrió la persecución del régimen nazi. Debió sobrevivir en el exilio, sometido a la clandestinidad mientras cultivaba su espíritu curioso de rebelde marxista.

Quiso volver a sus pagos luego de esa incurable herida conocida como holocausto, pero la presión antisemita se mantuvo.

Por eso partió para siempre. Dejó su tierra en compañía de su esposa y sus tres hijas mujeres.

Al instalarse en Inglaterra se dedicó a edificar una prolífica vida académica, logrando el reconocimiento mundial a partir de -acaso- su obra cumbre: Modernidad Líquida (año 2000).

Bauman, un sociólogo con ripio transitado, agudo analista de los contextos culturales y símbolo de un tiempo en que el conocimiento devino mercancía, comprendió el rol que sus seguidores demandaron de él: ser una celebridad invitada a festivales de música y encuentros pluralistas, con amplia llegada a los jóvenes y una relación simbiótica con el acontecer del siglo XXI.

Acuñar el concepto de «líquido» resultó un acierto, por surgir como oposición a la estantería sólida de una modernidad sostenida en instituciones que nunca irían a caer: el matrimonio, la familia, la escuela; todas ellas abrazadas al ideal del orden y el progreso.

Esas promesas quedaron sin efecto. Caer aún sigue siendo duro en un mundo sin seguridades.

Todo lo que con mucho esfuerzo puede construirse hoy, está en condiciones de derrumbarse prontamente como un cataclismo con ondas expansivas.

Algo pasó.

Las nuevas generaciones se niegan a crecer asumiendo una eterna juventud, vacía de responsabilidades y obligaciones.

La soledad es norma en personas que no dudan en viajar por distintos rincones del planeta sin preocuparse por no tener un techo propio.

El amor es un encuentro casual de cuerpos que no tienen la estática premisa de la fidelidad: experimentar la búsqueda del placer por el placer es el escape a una libertad que se niega a mantenerse reprimida.

El trabajo es un castigo que muchos se animan a abandonar cuando logran romper con esa alienación según la cual es posible advertir que el capitalismo quita tiempo de vida.

Las religiones están más cuestionadas que nunca ante los probados avances de la ciencia; sin embargo, siguen sumándose exponencialmente adeptos a estudios metafísicos en astrología, movimientos cósmicos y fuentes energéticas.

El temor a la muerte es reemplazado por el miedo a envejecer.

Más tatuajes y cirugías disimulan deterioros.

Se perdió la confianza en los demás al crear la ilusión de que tras las pantallas suceden conexiones siderales con sujetos a quienes jamás se los ha visto cara a cara.

Entonces, a poco más de tres años de su fallecimiento, volver a Bauman es un recordatorio.

La alerta que quizás produzca un movimiento.

Vivir así, tan aceleradamente, es una de las peores enfermedades de la época.

¿Por qué?

Porque al ir tan rápido no hay otro destino que asistir a ese abismo capaz de diluir el agua entre los dedos.

Y así las cosas, ¿qué sentido tendría levantarse día a día?

Probablemente, una de las respuestas a elegir sea la necesaria y urgente oportunidad de transformar.

Foto: Entre Paréntesis

 

zygmunt-bauman

 

 


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