De vuelta sucede ese cambio de hoja que abre las puertas para un comenzar que en muchos casos es una pertinente invitación a seguir escribiendo otras historias.
No es habitual el Año Nuevo (acontecimiento que sucede tan sólo una vez en 12 largos meses), pero esa subjetiva aceleración del tiempo -de días que no empiezan ni terminan, sino que se yuxtaponen arrebatadamente unos con otros- marca una tendencia que tiene algo de angustiosa melancolía inevitable: la vida pasa demasiado rápido.
En un abrir y cerrar de ojos, ya pasó la quinta parte de este siglo. Todo vaticinio que se haya hecho antes queda obsoleto en la actualidad; de igual manera, es difícil -casi terreno de la ciencia ficción- predecir qué sucederá en las próximas décadas. Allí habita la incertidumbre pero también la expectativa, esa paradójica simbiosis que interpela superlativamente a la humanidad entera.
Este año que ya ha dado sus inicios termina en cero, número que en la fisonomía puede indicar la perfección (la figura circular como la más armónica de todas las que existen) aunque también un vacío o una ausencia.
Dos pares de cifras confluyen: 2020 (veinte-veinte). En la repetición ocurre la afirmación convencida que no duda; pero también la recurrencia logra devenir dogmatismo o aburrimiento.
De todos modos, las formas de las cosas dependen de la impronta que cada cual quisiera darle.
En todo inicio hay una expectativa o florecer, un terreno fértil que -lejos de la connotación bélica de la conquista- permite diseñar nuevos caminos y sentar las bases de ilusiones que acompañen la dicha de despertar en esos amaneceres tan personales como propios.
No debería haber objeción de ingenuidad ni de desprecio a estos planteos.
A veces, se trata de la única y más digna manera de existir.
Se pasa una única vez por este mundo.
Hay que aprovecharlo.
Desde aquí, los mejores deseos para el almanaque que se estrena.
