Hubo un momento de la historia en que la humanidad confió como nunca antes en sus propias fuerzas, pudiendo proponer un mundo más justo e igualitario.
Se trató de una esperanza que fue consecuencia de la auspiciosa Revolución Industrial de aquel entonces (siglo XIX).
El capitalismo sería el sistema económico que gobernaría todas las esferas de la vida, a partir de un modo de producción generador de mayor cantidad de recursos en menor lapso de tiempo.
Las sociedades se formarían como un organismo vivo y proliferarían las riquezas para ser distribuidas equitativamente.
Pero todo fue una utopía.
Como diría Foucault, siempre que hay poder también hay resistencia.
Y en consecuencia, ganadores y perdedores.
El orden y el progreso fue una consigna que tuvo como eje a las ciencias experimentales surgidas en el siglo XVII (Biología, Física, Química), pero al derrumbarse el relato que las sostenía debieron surgir las denominadas ciencias humanas o sociales, entre las que se encuentran:
- La sociología, para explicar los episodios de violencia cada vez más recurrentes.
- La psicología, para comprender las respuestas de mentes rebeldes ante un estado de alienación intolerable.
- La economía, para responder ante la inequitativa distribución de la riqueza.
- La geografía, para dar cuenta de los crecimientos demográficos en centros superpoblados que no estaban preparados para recibir a tanta gente, generando así un descalabro que impactó en la forma de organización de las ciudades.
- La política, para hablar de la estructura (leyes, formas de gobierno) en que se daba la circulación del poder entre los Estados nacionales.
Vale agregar que –en definitiva- el desarrollo de la ciencia terminó siendo una gran decepción: más que soluciones, aportó problemas.
La evolución y sofisticación de la técnica no solamente ofrecía chances de salvar vidas sino que también podía acabar con ellas: permitió fabricar bombas y misiles, aviones preparados para atacar al oponente en un contexto de disputas hegemónicas entre las principales potencias del planeta.
Por eso mismo, el siglo XX presenta dos asteriscos que manchan para siempre la historia de la humanidad: en poco más de 30 años hubo dos Guerras Mundiales (1914-1918; 1939-1945).
Luego de la última, se vaticinó el peor escenario posible.
El fin de los grandes relatos.
El último capítulo de un mundo que si no generaba medianos acuerdos estaría condenado a desaparecer.
Eso activó a las partes involucradas.
Se creó la ONU, organismo encargado de fomentar la paz y la integración de los pueblos, pero los representantes de unos pocos países parecen estar dispuestos a decidir por todo el resto que –sin opciones- acata.
Paradojas de una geopolítica que cediendo intereses y haciendo intervenir otros, consagró la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un hito que habilitó la continuación del conflicto por otros medios.
Así nació la Guerra Fría, una lucha sin armas, de toma de posiciones ideológicas y económicas, con dos hemisferios bien visibles: el mundo occidental bajo el ala liberal de Estados Unidos de Norteamérica y el mundo oriental amparado en la manta comunista de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Casi en el centro, parte de Alemania tenía un pie en cada bando.
Berlín se debatía entre padres separados.
Del lado oriental huían con promesas de mejores condiciones de vida en occidente.
Entonces, para no perder poder, a los Estados se le ocurrió una idea conductista (la pared como símbolo de obstrucción) y punitivista (quien violara la orden, pasaba a ser un excluido con inmediatez de detención): en agosto de 1961 se creó una muralla de hierro, de unos 3 metros y medio de alto y poco más de 100 kilómetros de longitud; con soldados, alarmas y perros vigilando para que nadie pasara de un lado a otro.
No hay metáfora tan atroz y grotesca como la violencia real capaz de imponer la voluntad del más fuerte.
Miles de historias mínimas sucedieron a cada lado del muro.
La estructura de hormigón generó algo así como 3 mil personas apresadas y acabó con alrededor de 200 vidas, sujetos que –desesperados- saltaron por sobre la opresión y murieron tristemente en el intento.
Varias parejas dejaron de verse sin siquiera poder darse un último beso apasionado: el fin del amor lo decretó el bloqueo. Y hubo otras que desde la cima saludaban para que los parientes impedidos de cruzar pudieran conocer a los hijos recién nacidos.
Este paréntesis duró poco más de 28 años.
El 9 de noviembre de 1989 se abrieron las fronteras porque fue imposible detener la batahola. La presión de la gente fue muy grande.
Muchos de quienes aún escriben la historia cuentan que el comienzo de la década de los 90 significó el inicio de otra esperanza: sin fronteras físicas, la globalización permitiría la comunión de naciones, etnias, credos y demás separadores.
No fue así.
Aún se trata del último autoritarismo; uno en el que las poblaciones son cómplices por prestarse a la dominación.
Caído el Muro de Berlín, otras estructuras siguen de pie: por día, miles de inmigrantes intentan cruzar océanos y mares en busca de oportunidades mientras la Europa de los derechos humanos los deja ahogarse en el camino.
Las guerras preventivas son excusas a partir de las cuales la construcción del enemigo le permite al mundo occidental arrebatar petróleo en Medio Oriente.
El agua es un recurso natural no renovable y las profecías anuncian que la próxima gran controversia girará en torno a ella.
En nombre de la religión, atentados terroristas amenazan a turistas que se vanaglorian por pasear en un mundo más civilizado.
América Latina apela a revueltas populares para vencer esas murallas construidas por el FMI.
Quizás venga algo mejor.
O al menos, no estaría mal instalar la duda y también hacerse cargo.
Poco antes de decir adiós, el intelectual búlgaro Tzvetan Todorov (1939-2017) afirmaba: “Lo que yo constato es que la caída del Muro de Berlín ha tenido también consecuencias indeseadas. No basta con decir que la democracia es mejor que el totalitarismo. Todo el mundo está de acuerdo en esto. Hay que criticar también los fallos de nuestro sistema” (Revista El Cultural de Diario El Mundo, España, febrero de 2016).
A 30 años de una enorme pared que cedió ante la presión, todavía quedan escombros que impiden trazar nuevos horizontes; unos que –al menos- permitan alguna versión un poco más alentadora de una aldea global en que todavía reinan la exclusión, el odio y la pobreza.
Foto: Crónica Viva