La infancia es un momento de la vida que resulta clave porque -además de ser único- lleva consigo un cúmulo de significaciones llamadas a generar identidad.
Lo real y lo simbólico confluyen.
Las ideas que intentan comprender el mundo se construyen: desde «quién soy» a «cómo nacen los bebés», pasando por la ilusión de Navidad y el cumpleaños como ese día en que la totalidad de la existencia pareciera girar en torno a quien celebra.
Los juguetes, además de una experiencia lúdica, devienen sustitutos de una presencia materializada en un objeto.
El llanto es la expresión que corporiza aquello que no se acepta ni comprende.
La risa es la gestualidad que sintetiza lo que de por sí es asumido como bueno y saludable.
El capricho es la herida narcisista.
Y el Edipo o el Electra, las primeras idealizaciones y frustraciones bajo la ineludible energía conocida como Eros.
La infancia es esa parte de la población que debe estar bajo la tutela de mayores, encargados de garantizar cuidado, compañía, ayuda, educación y cumplimiento de derechos básicos e inalienables (como familia, hogar, alimentación).
También, tal etapa implica de por sí un conjunto de potencialidades en ese largo y vertiginoso camino que es la vida.
Es imposible dimensionar y hasta proyectar cómo esos niños que pueblan el planeta serán el día de mañana.
Tanto aquellos que -en el ocaso de sus días- son reconocidos por haber salvado al mundo y hoy son nombre de calles y ciudades como aquellos que han hecho todo lo contrario para el bienestar de la humanidad, han sido niños.
Y vos también.
Según cómo elijas vivir sabrás si la infancia fue la patria de tu historia o ese lugar de extranjeridad al cual nunca te invitaron.
Pero aún en el peor de los casos, la niñez es la mejor explicación que cada uno podría tener para comprenderse, aceptarse y -llegado el caso- perdonarse.
Foto: Ámbito Financiero