Es imposible hacerse una idea de patria sin pensar en San Martín.
En él se congregan los sueños de libertad y protección, la inteligencia como estratega militar y el rol político de un líder de otro tiempo, más ocupado por el bienestar colectivo que por la propia gloria personal.
Siempre queda un margen -amplio o no, será tarea de los historiadores- para su idealización.
Es que San Martín fue ese hijo pródigo que se formó en Europa para luego regresar al continente y poner en juego su vida en pos de la emancipación de Argentina, Chile y Perú.
Hay épica en sus acciones y un espíritu romántico en aquellas máximas morales que tiñen de nobleza al personaje: valiente y culto, humilde y solidario.
San Martín murió lejos de estas tierras, solo y olvidado.
Su gloria eterna está en el reconocimiento de esos pueblos que -ya liberados- aún no pueden independizarse del colonialismo económico y cultural por parte de las grandes potencias.
La pobreza y la exclusión.
El abandono y la violencia.
El desempleo y la injusticia.
Todo eso y mucho más no estaban en el plan sanmartiniano al momento de cruzar la Cordillera de los Andes.
¿Qué hubiera sido de este país sin su legado e influencia?
Acaso una parcela más en la que los Dueños del Mundo seguirían arrasando sin siquiera hallar una mísera resistencia.
San Martín es la alarma que suena para recordarnos -a la clase dirigente y a la ciudadanía– todos aquellos asuntos pendientes pendientes que tenemos como sociedad.
Foto: Museo Marc (ciudad de Rosario)