Hay personas que tienen una forma especial de ser y proceder, que trascienden por su manera de vincularse con el entorno y transformarlo.
Conciencias que se animan a cuestionar su comodidad, que se despojan, que asisten al encuentro de esta única oportunidad que es la existencia humana.
No pertenecen a ningún lugar porque -al fin y al cabo- son de todos; conciben al mundo como su propio hogar y se destacan por una serie de renunciamientos que al mismo tiempo devienen compromiso universal por otras causas.
Tienen la capacidad de ejercitar valores contraculturales, opuestos a las tendencias del momento.
Y nada ni nadie las detiene en ese propósito de darle sentido a una vida que sin dejar de ser propia también empieza a suceder como cuerpo colectivo.
Alina Sánchez fue una médica argentina nacida en San Martín de los Andes durante la primavera de 1986. Su historia es la de una mujer libre y solidaria que pretendió expandir el sentido humanitario como fuerza identitaria de alguien que edificó cada uno de sus días con la convicción política y militante de que el Otro es una oportunidad.
Vivió en Córdoba y se vinculó con una comunidad toba de Chaco. Luego, amplió sus horizontes en América Latina: se formó en Cuba; tuvo contacto con poblaciones de Haití, Honduras y Ecuador; recorrió México; participó de una ONG en Barcelona; en Alemania supo lo que era ser extranjera y dormir en las calles.
Así hasta llegar a Asia para participar del movimiento kurdo, un pueblo sin patria situado entre las intersecciones de Siria, Turquía, Irán e Irak.
En un contexto de permanente guerra, dolor y pérdida, adoptó el nombre de Lêgerîn (que significa «búsqueda»). Dio impulso al empoderamiento de las mujeres para su liberación y reivindicación de derechos, siendo partícipe de una causa en la que asistió a enfermos y contuvo a esos pares en cuya necesidad de dar un abrazo bien fuerte tenía que ver con la posibilidad real de ser tal vez el último. A sus conocimientos médicos le agregó un plus: amor y entrega.
Lêgerîn falleció en marzo de 2018 a causa de un accidente automovilístico mientras cumplía tareas de atención sanitaria. Su muerte no pasó desapercibida por una sociedad que le rindió honores al momento de despedirla, convirtiéndola en mártir de una causa que con ella siendo bandera continúa.
Tenía 31 años de edad.
Pensaba volver a Argentina para continuar con un legado que, lejos de pensarlo en términos personalistas, lo concebía como una conquista social que debía expandirse por todo el mundo.
Su valía reside en la humildad.
Sin pretenderlo, fue líder.
Marcó un camino.
Predicó con el ejemplo.
Arriesgó su vida.
Pagó por ella.
Lêgerîn nos enseña que en un mundo gobernado por un puñado de Amos, aún hay chances para ejercer una resistencia que construye y emancipa, que educa e ilumina, que dignifica y emociona.
A partir de ella podemos entender que la vida puede ser aún mejor todos los días.
Foto: La Ovación Digital