¿Qué sucedió para que una profesión que en el pasado fuera reconocida y valorada socialmente, hoy tenga que luchar día a día por sus reivindicaciones, debiendo relegar su principal tarea de educar?
Esto no es de ahora, sino que viene de décadas.
La escuela parece parte de una estructura del Estado que no puede sostenerse por sí misma, pero que sin ella se derrumba.
El colmo de los colmos fue aquella campaña en el amanecer del ciclo lectivo 2017, cuando ante los paros recurrentes por un mejor salario -que aún hoy se siguen reclamando- surgió la iniciativa de un grupo de profesionales que se postuló para estar al frente de un aula como si ello fuera solución.
Esa propuesta intentó ser un certificado de defunción: la muerte de la docencia como profesión independiente, autónoma y al servicio de la sociedad. Básicamente, negarla, quitarle entidad, ningunearla por esa misma gente que le da cuerda a políticas neoliberales de un sistema que excluye en pos de un individualismo que lastima: divide y reinarás.
En ese individualismo transitamos los docentes, huérfanos de un amparo que proteja, acompañe y dignifique.
El mes pasado fallecieron dos trabajadores escolares por negligencia al haber una pérdida gas. Fue en el ejercicio de sus funciones: preparar un desayuno para niños que minutos después iban a ingresar al establecimiento.
Otros colegas se enferman psíquica y físicamente por no poder aguantar tanta presión, cargando sobre sus hombros el destino de menores que encuentran en la institución educativa lo que tal vez no haya en sus casas.
Pienso en aquellas personas que hacen patria, plantando bandera y recorriendo muchísimos kilómetros para llegar a su lugar de trabajo; y en los innumerables testimonios y casos de personas que han dado la vida por esta vocación.
¿Alguien podría cuestionar que estos temas se hablen en todas las escuelas?
Es un compromiso social hacerlo. Una obligación moral. Una muestra que ponga de manifiesto el país en el que vivimos, donde nadie es capaz de garantizar condiciones mínimas e indispensables de seguridad y desarrollo, pero que -aun así- requiere del sentimiento de comunidad y pertenencia para salir adelante.
¿Es un acontecimiento político?
Sí. La educación es un hecho político, pero de ninguna manera significa que eso sea adoctrinamiento.
Estamos mal porque las autoridades no reconocen los derechos o tensan la cuerda para ceder lo menos posible.
Porque también nos cuesta pensarnos colectivamente en pos del bien común: un abismo separa a las instituciones públicas de las privadas, y en cuestión de defensa de derechos no debería ser así. Todos tendríamos que mirar para el mismo lado.
En ocasiones, hay egoísmos que se apoderan de cada persona, más (pre)ocupadas por querer salvarse solas que por crear lazos de compañerismo y solidaridad.
El docente está solo ante gobiernos que le pagan una miseria, saltando de escuelas en escuelas para poder llegar a fin de mes, llevando a cabo una tarea que tiene mucho de exposición pero también de invisibilidad.
Solo ante equipos de conducción que persiguen y controlan, mirando de reojo, exigiendo soluciones sin muchas veces comprender imponderables (cada maestro también está aprendiendo y tiene derecho a equivocarse), además de creer que la fuerza de trabajo debe ser exclusivamente para su institución.
Solo ante estudiantes que reclaman y nunca están conformes, con pedidos al límite de lo imposible.
Solo ante familias que lo único que hacen es quejarse, olvidando que el diálogo siempre es un buen camino para resolver conflictos.
Solo ante un sector de la sociedad que mira con desprecio y desinterés, creyendo que salir a las calles en busca de soluciones es una pérdida de tiempo cuando en verdad se trata de otra cosa: un docente que lucha también está enseñando.
Foto: Historieta de Daniel Paz