No podemos estar toda la semana esperando el viernes.
Algo anda mal si una importante parte de la sociedad insiste con ese deseo que es necesidad, alivio, ilusión, motivo y excusa, todo al mismo tiempo.
Ha de suponerse que tal urgencia se corresponde con un sistema que genera demandas y deseos en una cantidad excesiva; que apuesta al consumo para satisfacer el hedonismo de conciencias individuales oprimidas durante una semana en que la frustración siempre es amenaza.
El asunto se vuelve preocupante cuando las obligaciones se imponen por sobre los derechos, la disconformidad por sobre el placer, y la presión por sobre la libertad.
¿Es, acaso, el trabajo un castigo?
¿Vivimos para trabajar o trabajamos para vivir?
¿Qué tan cierto es que el trabajo dignifica al hombre?
Llega un punto en que no se sabe si el verdadero problema es la falta o el exceso de trabajo.
Cuando el dinero no alcanza, las ansiedades aumentan.
Crecen los fastidios.
Se incuban enfermedades.
Los flagelos sobrevuelan.
Hay poco descanso en un contexto según el cual el tiempo también es una mercancía.
Los Amos del Mundo lo tienen muy bien calculado.
Exigen al punto de hartarte y luego te venden la ilusión de distraerte: consumo, entretenerte, viajes.
La era del turismo, además de la alegría de conocer lugares, también se ofrece como una tregua en el orden del escape.
Los viernes son hermosos.
No caben dudas.
Los fines de semana, también.
Los feriados, ni hablar.
Las vacaciones, indiscutible paraíso.
Pero nunca te olvides que la industria de la felicidad también cotiza algo y forma parte de ese plan con el que se debe aprender a convivir.
En definitiva, quizás no seamos dueños de nada pero al menos sí de nosotros mismos.
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