Hay una película chilena dirigida por Andrés Wood que fue estrenada en el año 2004. Se llama Machuca y está ambientada en el convulsionado ambiente político y social del país trasandino, durante aquel 1973 que terminó por sellar la suerte de Salvador Allende.
En ese contexto -previo al Golpe de Estado ejecutado por Augusto Pinochet-, hay un universo en el que conviven dos escuelas: una de élite y otra de la periferia. Ambas instituciones tienen en común a un cura tercermundista, que facilita la inclusión de niños carenciados en la escuela rica.
Ni bien se da la convivencia, surgen las primeras resistencias. El punto cúlmine de esos conflictos es ocasionado por una trifulca que sucede en el patio mientras acontecía el recreo: empujones, insultos, maltratos entre dos facciones de la sociedad cuyos orígenes eran muy diferentes.
Ofuscado, el cura los convoca para aleccionarlos. Y les dice algo así como que «en la escuela se debe aprender el respeto aunque sea lo único que se vaya a aprender».
Ése es el punto.
La escuela.
Los valores.
La diversidad.
La singularidad.
Hay una sobrevaloración de la escuela, por todo lo que es capaz de ofrecer y por todo aquello que no logra.
El tema es que no existe una escuela sin conflictos, porque en ella coexisten las tensiones: la autoridad y la obediencia, la diversidad y la homogeneidad, el saber y la ignorancia, la voluntad de enseñar y la resistencia a aprender, la falta de escucha y la necesidad de expresar, los gritos desesperados y los silencios indescifrables, por citar tan sólo algunas.
¿Pero qué pasa cuando las palabras no alcanzan?
¿Qué recursos se ofrecen ante la debilidad del diálogo?
¿Cómo es posible resolver situaciones en nombre de valores democráticos que no conforman a los involucrados?
El acoso escolar es todo maltrato físico, verbal y psicológico, que se da en el marco de las aulas y también se expande por las redes sociales.
Consiste en un hostigamiento permanente, basado en formas de violencia que van desde burlas a insultos, una despersonalización que conduce al llanto, la tristeza, la depresión y que en ocasiones impacta a través de los suicidios.
En esa cárcel, la escuela se encuentra prisionera, debiendo favorecer alternativas para educar en el respeto; porque no existen fórmulas inmediatas que conviertan en conciencia lo que se enseña como máxima moral.
El problema del bullying es social y complejo. Impacta en las dimensiones de la escuela y amenaza al principal factor educativo: la formación integral de las personas.
De tal repercusión es este asunto que -desde 2013- la UNESCO establece que todos los 2 de mayo sea el Día Internacional contra el Acoso Escolar.
La fecha no debe pasar desapercibida en ningún país, sobre todo en Argentina, que -según informes de UNICEF en 2015- lideró las estadísticas de bullying en la Región.
La tarea, entonces, pasa por no dar la espalda al problema sino involucrarse con él. La única manera de revertir tal adversidad es comprometiéndose con acciones que habrán de hacerse en conjunto y jamás en soledad.
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