Si se indaga al respecto, la memoria es un relato que corre el riesgo de verse gastado, saturado en sus palabras y significaciones, repetido tantas veces que su eco no tendría el mismo impacto que al inicio.
Es tarea de historiadores, docentes, profesionales dedicados a la investigación, escritores y divulgadores en el sentido más amplio del término, artistas, activistas y demás protagonistas (directos e indirectos) de los hechos, difundir las huellas del pasado.
Alzar la bandera del sentido.
Cultivar la reflexión, compañera de instancias emancipadoras que pongan de manifiesto la fuerza del hecho consumado.
Visibilizar las nefastas consecuencias es obligación moral ante un dolor imperdonable que conduce a la necesaria acción de recordar.
De Malvinas se sabe que fue una guerra absurda.
(Y que no existe conflicto vacío de intereses: allí adonde hay riquezas, siempre se pondrá en juego la voluntad de poder en una disputa por ejercer supremacías).
La dictadura genocida quiso salvarse entregando a jóvenes soldados que nunca estuvieron preparados: ni técnica, ni táctica, ni física, ni psíquicamente.
Y esto no va en detrimento de héroes que dieron la vida por la patria, sino que pretende comprender la adversa situación que atravesaron.
Iban a caer derrotados por no estar en las mismas condiciones.
Iban a morir con la sangre derramada.
Iban a tener traumas desde entonces y hasta el último de sus días y suspiros.
Algunos decidieron escapar por la vía del suicidio.
Otros quedaron imposibilitados de reinsertarse socialmente.
Hay quienes por las noches ya no han vuelto a dormir, sometidos a las pesadillas de incesantes bombardeos durante las oscuridades.
Las mentiras y operaciones de prensa confundieron a una población que salía a la calle a festejar.
Y hoy no hay consuelo para tanta desidia acumulada.
Por esa violación que se incrustó en la biografía de una nación arrebatada.
Nuestras islas están ocupadas por las fuerzas de un imperialismo que solamente buscó extender una injusta dominación que nunca debió haber acontecido.
Despojarse de lo propio fue una cruzada que no necesitó de un plan maestro: bastó con que algunas potencias se alinearan y un país cercano en la geografía decidiera hacer daño sometiéndose a los imperativos de las hegemonías, conspirando contra el sentido regional de la cooperación.
Ni los grandes tratados internacionales, tan a tono con los derechos humanos y la paz, lo lograron evitar.
Quizás, en estos días, las lágrimas aprendan a tener otro sentido.
36 años después, el llanto se acumula en las lápidas de personas recién ahora identificadas, reemplazando esa suerte de epitafio postergado cuya proclama también sembraba huellas de desaparición: «Soldado argentino sólo conocido por Dios».
Hay quienes todavía esperan reivindicaciones.
Sueñan con una reparación histórica que -si no llega en los hechos- tendrá su razón de ser en el vivo y digno compromiso que nunca se abandona.
Una cuestión colectiva que debe abrazar a la región y los pueblos emergentes, para evitar que alguna vez la enorme casa de la patria grande se vuelva cercada por otras cerraduras que deriven a la desolación de cadenas esclavistas con proyecciones de destierro.
Porque Malvinas es así.
Una tarea de todos los días.
De ayer.
De hoy.
De siempre.
Foto: http://www.elintransigente.com