Hora de volver a clases

El tema es la escuela, una institución que atraviesa las biografías de muchos pero no de todos, porque importantes sectores de la población -aún hoy- se ven privados de tener acceso al derecho de la educación.

En el mejor de los casos, el sistema educativo arranca bien temprano, con las primeras salas de jardín de infantes (llamadas así por la metáfora de árboles y flores que darán sus frutos). Luego el nivel primario y secundario, obligatorios según la legislación en Argentina.

Más tarde, se presenta la opción de elegir por estudios terciarios o universitarios; y si ello ocurre, el abanico de posibilidades también ofrece una vida en permanente formación, casi hasta el final de la vida activa para profesionales que necesariamente deberán jubilarse para abrir paso a las nuevas generaciones.

Ante este sistema en escala, fuertemente arraigado desde el siglo XIX, y -según determinadas voces– diseñado como estrategia de dominación por quienes están en la cima de la pirámide social, queda realizarse varias preguntas que no tienen respuestas inmediatas.

¿Para qué sirve la escuela?

¿Qué función tiene?

¿A quiénes está dirigida?

¿Por qué resiste ante los cuestionamientos y rechazos, dudas y tantas postergaciones que podrían evitarse?

¿Cuáles son los motivos que hace a los gobiernos de turno no darle un lugar preponderante en su agenda?

Hay mitos y verdades.

Lo más saliente pasaría por asumir de una buena vez que la escuela puede que sea un instrumento de los oficialismos para legitimas y extender sus intereses; pero también, subsiste como un lugar que aloja las diversidades y constituye un factor de resistencia.

Algo paradójico sucede: parecería que por cómo está la situación (crisis, conflictos, carencias), nuestra sociedad se derrumba con la escuela; pero sin ella tampoco puede subsistir. Entonces, a quienes no hacen otra cosa más que cuestionarla, la sugerencia es que propongan algo alternativo, realizable y superador.

Y que todos los gobiernos, junto a colectivos de derechos humanos, se ocupen de defenderla dignamente, cuidando no solamente a los docentes que conducen los destinos de un país, sino también prestando especial atención a la salubridad de los edificios tanto como el respeto y contención hacia los propios estudiantes, verdaderos protagonistas de una oferta que debería estar al alcance de todos en pos de una vivencia más democrática, justa e igualitaria.

Duele el rechazo de las políticas oficiales, que cierran escuelas y bachilleratos de adultos.

También, el menosprecio de una sociedad que condena a la escuela por lo que hace pero también por todo aquello que no logra.

Y genera profunda desazón que en ese cúmulo de improvisaciones y falta de pericia, los docentes queden sobrepasados y desprotegidos, viviendo de un salario que no alcanza; y expuestos a múltiples complejidades cuando toman más horas de las que su cuerpo y mente están en condiciones de asumir.

Es hora de dejar de pensar que la juventud está perdida, estigmatizando a niños y adolescentes porque no leen, rechazan el estudio, tienen poco apego al esfuerzo y se niegan a cumplir la norma; creyendo que son los únicos responsables de episodios vinculados al consumo y la delincuencia.

En algo se habrá equivocado también el mundo adulto; tal vez, en exigir sin enseñar, en rechazar sin comprender, en demandar sin ser pacientes.

Hoy vuelven las clases en muchas escuelas secundarias del país.

Una nueva chance para cultivar el optimismo sin dejar de hacer, porque varios desafíos quedan por delante en contextos con dificultades y demandas.

A todos los actores de la educación, más allá de las adversidades, va el deseo del mejor de los comienzos.

Foto: http://www.lagaceta.com.ar

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