El Domingo de Pascuas evoca uno de los hitos más importantes en la historia de la humanidad: aquel que señala la muerte y resurrección de Cristo, un antes y después según el cual comienza una era de varias promesas, desvelos, contradicciones y caminos de vida.
Entonces, la Iglesia como institución.
Desde aquella vez y hasta nuestros días.
Con mensajes de esperanza y liberación.
Con fuertes oscuridades que el paso del tiempo no siempre logra curar.
Y con importantes fundamentos que le dan orden y sentido al mundo que vivimos.
La cultura occidental tiene que ver con la evangelización: ese expandir que llevó a difundir los valores cristianos por el resto del planeta, rindiendo culto a un Dios capaz de tener todas aquellas respuestas que el resto de los mortales son incapaces de anunciar.
No exento de polémicas, a pocos les resulta indiferente.
Para algunos, todo se trata de una vulgar fantasía que legitima relaciones de poder y sometimiento.
Para otros, el compromiso de un amor verdadero, el único que nos salva de toda confusión, ostracismo y caída.
No se trata aquí de juzgar, sino de analizar.
Y de decir que la Iglesia -siendo comunidad formada por personas con virtudes y defectos como cualquiera- enfrenta innumerables desafíos: uno de ellos es, probablemente, resucitar a su protagonista principal en tanto símbolo y emblema, como entidad que trasciende a sí mismo y sale al encuentro del Otro; porque la conciencia generalizada de que «Dios ha muerto» es consecuencia de una época en que la espiritualidad ha sido reemplazada por la técnica, siendo el hombre una contingencia menor que no puede salir del laberinto de la cosificación.
El rol político y social de los actores destinados a la vida consagrada debe ser el de congregar y prosperar, valiéndose de la humildad, los esfuerzos y la acción colectiva para educar desde el respeto, la fraternidad, la lucha permanente por la justicia social. La misión de la Iglesia (y de cualquier otra religión) no habría de ser otra que la de unir mundos, acompañar, contener, dignificar; también la de comprender por qué varios sectores niegan o se alejan de sus principios, a la vez de proteger aquellas causas que ameritan rebeldía y cuestionamientos: en otras palabras, no se trata de callar y negar por negar, sino de hacerse fuerte en la adversidad, interpelar el reclamo ajeno para indagar en las miserias propias.
También, la sociedad tiene que aprender a mirarse a sí misma: hacerse cargo de sus posibilidades, asumir lo que le corresponde y no siempre esperar que los poderes ajenos brinden soluciones mágicas e inmediatas que lamentablemente no existen.
En este día y en todos los demás, defendamos la labor de discípulos que en nombre de Dios abrazan a la humanidad, rescatan adictos, frecuentan las villas, atienden a los enfermos, evitan la violencia, y educan en el amor y la responsabilidad.
Que ellos sean las referencias para ver esos rostros de Dios que muchas veces no se difunden. Lejos de negar las diversas realidades y de aspirar a adhesiones inocentes, el trabajo de fondo tiene que ir por el lado de llegar, conmover y transformar.
Foto: http://www.twitter.com/pabloosow