Aunque para muchos sea una realidad exagerada, hay algo que no se puede negar: el fútbol es un deporte masivo y popular, que atraviesa sociedades y culturas, que por momentos es un juego y por otros un mero negocio que despersonaliza a la gente.
Todo eso es cierto.
Pero también lo es el hecho de que en determinadas ocasiones reproduce idiosincrasias, las expone al punto tal que merecen ser analizadas.
Algo debe haber pasado para que el fútbol se haya convertido en algo más que un juego (y para que los Mundiales junto a otros deportes, acaso los Juegos Olímpicos, adquirieran una relevancia inusitada). La política está presente, la ideología también; los intereses de mercado ni hablar.
El espíritu lúdico de llevar una pelota es idioma universal. La transportan los ricos y los pobres, los países centrales y aquellos situados en la periferia, sostenidos de un globo casi al punto de caerse.
Y en ese contexto multidimensional, emerge la figura de Diego Maradona, una persona que podría haber sido como cualquiera pero sin embargo terminó resultando única por diversas circunstancias que comenzaron en el campo del deporte y luego se extendieron fuera de ese ámbito.
Maradona no es ejemplo ni tendría por qué serlo. Como a todo personaje público, le cabe la de la ley: que mucha gente opine en torno a él, con o sin razón, para juzgarlo y condenarlo, para idolatrarlo y perdonarlo.
Se sabe que todo fanatismo es peligroso.
Aun así, la figura de Maradona -además de polémica y contradictoria- llama la atención. ¿Por qué razones un deportista -más precisamente un futbolista- es capaz de llamar la atención de multitudes? ¿Cuáles son los motivos para que varios sectores del planeta se sientan atraídos por lo que fue dentro de un campo de juego? ¿Hasta qué punto el ídolo se devora a la persona?
Sin llegar a ser un dios – el apelativo de «D10S» parece ser más un juego promovido por la prensa-, es preciso afirmar que Maradona ha sido más que un simple jugador de fútbol. Porque además de haber enaltecido los valores de la belleza en el juego y coronádose campeón, de los mejores en su especie, ha trascendido sus propias fronteras.
Diego Maradona, a diferencia de otros importantes exponentes del deporte en general y del fútbol en particular, resultó ser una bandera antes que un póster. Y al igual que otros referentes (el boxeador Mohamed Alí; los atletas negros Tommie Smith y John Carlos), encarnó ideales a alcanzar, la absurda parábola del héroe: de mendigo a ganador, de despojado a hombre con poder, de simple mortal a ícono, mito o leyenda.
Se podrá estar a favor o en contra de estas argumentaciones, a las que es posible encontrarles otro motivo más para sostenerlas: un día como hoy de hace tres décadas, Argentina-Inglaterra disputaron un duelo clave por los Cuartos de Final de México 1986. El morbo de la guerra, las deudas históricas y el poderoso contra el relegado, le dieron forma a un contexto plagado de símbolos y significaciones, dando así lugar a un partido tan épico como memorable, casi de ficción, en el que se dan los dos goles más famosos de la historia del fútbol: La Mano de Dios (una acción ilegal que violó éticamente la norma, y a la vez legítima porque fue convalidada) y El Gol del Siglo (una virtuosa secuencia individual de un gol que atraviesa más de media cancha), que en el maravilloso relato de Víctor Hugo Morales («Barrilete Cósmico, ¿de qué planeta viniste?») se vuelve más impresionante todavía.
De un tanto convertido se dice que fue viveza y trampa; del otro, que fue bello instinto y egoísmo.
En virtud de ellos, el imaginario colectivo dio lugar a creaciones como las de la presente imagen, que expone a una parte del ser nacional proclive a la mitología popular.
Desde aquel entonces, el nombre de Maradona permaneció por siempre asociado al de Argentina; y eso a unos enorgullece tanto como a otros avergüenza.
Quizás no haya que escandalizarse tanto, pues -en definitiva, con aquellos goles- de exceso hemos tenido demasiado.
Foto: famillewipff.fr