Una primera sentencia aparece como irrefutable: se quiere y pretende mucho más de lo que se logra y se merece; por lo tanto, ciertos anhelos encuentran propios límites.
La vida sin esfuerzo es paradigma del confort, sinónimo de bienestar y felicidad. Ése es el punto, la raíz a partir de la cual emerge la promesa.
En ese orden de cosas, todo parece tan mágico como ilusorio al estar a un clic de distancia.
Como si fuera un fenómeno propio de este siglo, las redes sociales incrementaron la necesidad del deseo y, por consiguiente, la frustración por ver ajena la realización de esa cantidad de oportunidades que se proyectan sin que puedan ser alcanzadas por completo.
Seguramente, el análisis debería ser más riguroso; pero en algunas primeras consideraciones logra sostenerse.
Facebook, Instagram, Twitter, entre otros, están llenos de rostros entusiastas, sometidos a la acumulación de una existencia expuesta al instante, con la necesidad de ser noticia y de vender al resto una felicidad que puede ser real (o aproximada) pero que también abre las puertas a un universo que amerita ser puesto en duda.
Las imágenes pasan a través de los cristales sin distinción alguna: gente que viaja todo el tiempo, personas que se toman infinidades de fotografías a sí mismas (de la clásica autofoto a la aceptación universal de la categoría selfie), que suben videos divertidos, comparten mensajes a modo de pulsión irrefrenable, y muestran lo maravillosa que es esa vida que el resto está perdiéndose.
El ego bien alto.
Las desgracias -dentro de lo posible-, al costado o casi ausentes.
Allá ellos (o nosotros, porque lamentablemente debemos incluirnos en eso que criticamos).
Que cada uno disfrute, obvio.
De ese camino que condena a un éxito sin ningún tipo de suspiros.
Pero la vida no puede ser eso.
O al menos, no debería.
Hay muchas realidades que -menos mal- no caben en una pantalla.
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