Ya casi está. Faltan algunas horas para bajar la persiana y abrir una ventana que quizás sea la puerta a nuevas emociones.
Porque el mundo no se detiene. Más ahora, en tiempos de redes y comunicaciones que jamás descansan. Un acontecer perpetuo que casi no da otra opción a pertenecer por el pertenecer mismo.
Es nuestra cultura.
Nuestra época.
Nuestro momento.
Entonces, paradigma científico mediante, nos sometemos a las memorias y balances. Cuantificamos la vida para someterla a la lógica del debe y el haber; un contrasentido marcado por el termómetro que nos sitúa a tantos me gusta de distancia, mientras caritas de felicidad o de tristeza, de sorpresa o negación, acompañan lo que no llegamos a expresar.
(Es curioso que esta observación surja desde el lugar que se critica).
El tema es cómo nos posicionamos.
Ante nosotros y la mirada ajena.
Ante el rol que nos incumbe como parte de una gran comunidad.
Y ante lo que entendemos como la legitimidad de nuestros deseos.
Se nos va el año.
Las hojas del almanaque son como las del viento: se descartan y se cambian, pues vendrán otras que correrán igual destino.
El calendario hace las veces de recordatorio, anoticiándonos de seres queridos que ya no están y se nos han ido; gente cercana a nuestros afectos que no hemos vuelto a encontrar ni volveremos a ver en esta vida.
Es, también, una invitación a reflexionar sobre el antes y el después en el inevitable transcurrir del tiempo.
Los vendedores de placer inmediato se empecinan en instalar perversamente que siempre falta algo para estar plenos, pero debería quedarles en claro que somos mucho más de lo que nos han hecho creer y mucho menos de lo que nos han sobreestimado.
Si la felicidad no estuviera tan idealizada, viviríamos mejor.
De nosotros depende.
Foto: http://www.wisimag.com
Adriano LH 